Todos lo hemos visto y nunca nos hemos sabido sorprender porque, frÃamente, a nadie le sorprende algo que deberÃa ser natural. Como cuando en los dibujos animados o en los videojuegos un persona es capaz de saltar dos veces su estatura. Tan tÃpico de las grandes ciudades, o eso nos hace creer, el cruzar con cierta prisa impuesta por el guión de la comedia romántica una calle de ese Little Italy que un Luigi puso ahà hace 150 años, y sin más, comprar una puta manzana. Una. No me dé kilo y medio, que me toca facturar en el metro.
Y me encanta. Me encanta porque aquà no hay, igual que al australiano medio le gusta San FermÃn porque unos encierros con ovejas no dejan el mismo sabor a kalimotxo. Me encanta ese puesto de fruta callejero, acompañado de una carretilla de madera que puede llevar décadas estacionada, con esas naranjas que avisan de la muerte de un Corleone. Aquà no tenemos. Aquà hay establecimientos concretos que tienen parte de su mercancÃa fuera, descuidada, algo asquerosilla, en cajas verdes de plástico recién sacadas del camión. Como es ficción, allà no, allà las manzanas rojas de plástico se ve que son la cosa más dulce de todo el maldito atrezzo. Se pueden saborear en la distancia. Igual que cuando el chico bueno consigue el beso de la guapa de la pelÃcula y todos (por dentro) ponemos esa cara de «Oh, bien, hay esperanza, seguro que ella sabe genial». Esa pieza de fruta que hace que cualquiera se vuelva vegano por instantes, porque realmente te apetece algo asÃ, que al morder tus papilas gustativas descubran un oasis y te encuentres en en una supernova de champagne o en el cielo donde algún dÃa te encontrará. Lo sabes, la gula más natural aparece y, de un guantazo, apartas la serpiente del árbol prohibido porque estás apunto de hacerle el amor a un manzano, en la gran manzana, con humo, paraguas, taxis amarillos y perritos con jerseys de autor perfumados. Y es una manzana. Una manzana de ciencia ficción. Sin pegatinas estridentes, sin polvo cubriéndola, sin una bolsita de plástico anudada y un precio recién impreso como la de cualquier Carrefour.
Es que vas por la calle y tu instinto más primario, de supervivencia de la especia, te dice «Ahora, come». Y explota la burbuja y desaparecen las nubes que presagiaban lluvia en el Oeste de Central Park y los taxistas hindúes se transforman en motillos de 49 petardeando, los paraguas transparentes y abrigos blancos con pelos en las capuchas pasan a ser ancianas de luto. Y en esa esquina donde imaginabas el puestecito hay un kiosko, con Risketos y el Marca. Y te resignas, «Putada, sigue sin ser verdad».
Visto en: (What’s the Story) Morning Glory?
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