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La araña de tela de araña

Dicen que un viejo cuenta un viejo cuento que, dicen, habla de una araña tejida con tela de araña, con dos botones de una chaqueta color burdeos por ojos. Una muchacha pálida de nombre Eva fue quien, siempre según el viejo cuento que cuenta el viejo, se esforzó tanto en conseguir unir los hilos de tal forma que la araña de tela de araña tuviese forma de araña.

Una mañana Eva se despertó y vio que la araña de tela de araña no estaba en su estantería. Porque ni siquiera era su estantería. La niña no sabía dónde estaba. Miró a un lado y a otro buscando algo que le pudiera ser común, pero esa no era su habitación. Ni siquiera era su cama ¿dónde había dormido? ¿Cómo había llegado allí?¿Dónde estaban sus cosas? Y lo más importante ¿había perdido a su querida araña?

Se bajó de la cama y no supo qué hacer, la mesa estaba vacía, al lado había un armario enorme… Debajo de la cama no había nada. No sabía si buscarla o salir de allí.

Si crees que Eva buscó en el armario ve a la página 4.
Si crees que Eva salió de la habitación ve a la página 2.

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Lieutenant Bleu

Nunca mencionó su nombre, Azul Francés era su apodo. Le gustaba el mar, desde pequeño. Nació entre remos y un embarcadero de alguna parte de la costa inglesa en el último tercio del siglo XIX. No le resignaba ni le malhumoraba quedarse allí horas, de la salida del sol a su puesta. Conoció el mar como pocos lo hicieron jamás.

Se enroló muy joven en el servicio militar, lógicamente en la marina pues es en el agua en el medio en el que más cómodo se sentía. Tenía 15 años. Sus padres lo vieron correcto pues ya era un hombre y no podía hacer mucho en casa, su padre le ayudó a comenzar, era profesor de escuela y le enseñó a leer, escribir, sumar… su madre, en cambio sufrió al ver cómo se marchaba de casa tan pronto, dejaba a su hermana de 7 años sin un defensor ni un modelo de referencia. La mujer comprendió pronto que eso era lo que realmente le llenaba y al fin y al cabo era un buen oficio.

Prometió escribir a casa todas las mañanas y por supuesto que lo hizo. No tenía vida fuera de los navíos, por esta razón volvía a casa a pasar unos días siempre que podía, pero aquél niño fue creciendo.

La frecuencia de sus postas se redujo a una por mes, las visitas a una al año, cada vez aceptaba destinos más lejanos y peligrosos. Su vida se complicó.

Acostumbrado a estar solo y aislado en su vida sólo contó con un amigo fiel, Martin Eden, novelista californiano trotamundos con el que coincidió en tierras canadienses y que solía escribir sobre las aventuras de Bleu, incluyendo su muerte.

Las últimas noches de Bleu al cargo de su tropa en Indochina, luchando contra los asiáticos a favor de los franceses que dan nombre a su mote.

Esa precisa noche se encontraba allí, iba a ser la última batalla y debía alentar a sus hombres pues morir siempre es fácil, en una situación así matar también es sencillo, pero has de enmarcarlo, de buscarle un sentido, de caer con honor y hacer ver que no combates por nada, al contrario: eres un héroe y un patriota.

Estaba acurrucado en su tienda, con los ojos cerrados adivinando qué era lo mejor que podía decir, concluyó que su propia experiencia, abultada con los años, podría inspirar a los jóvenes que levantarían armas y harían todo lo que dijese. Más aún al ser apenas un puñado de siete hombres los ingleses que le acompañan, una familia más que un pequeño pelotón de valientes. Si tras la batalla cantan victoria y no son aniquilados podrán seguir adelante y reunirse con los franceses para conseguir una ayuda. Y así fue como Martin lo recogió en su obra Balada de la sal:

«Soldados, puede que sea nuestra última noche juntos. Llevamos meses en el mismo barco y lamentablemente hemos visto caer a varios amigos y compañeros nuestros.

Soldados, he de deciros que en estos meses habéis tenido un comportamiento ejemplar y ha sido un honor llegar con vosotros hasta aquí. Pero hay un paso más, porque siempre hay un paso más.

Soldados, amigos, ¿sabéis lo que ocurrió en Perú?, ¿en Siberia? ¿Conocéis cómo escapé de Kununurra? No, no sabéis nada de mí. No sabéis ni mi nombre, ni si tengo familia o me espera alguien en casa, ni siquiera podéis decir si tengo hogar. Sólo mi rango y un color, soldados. Y no os ha hecho falta más.

Soldados apelo a vuestra fe en mí, ya me lo habéis demostrado en más ocasiones. ¿Por qué luchamos? Por vivir, por hegemonía, por nuestros amigos franceses, ¡por Inglaterra! ¡Y que Dios salve a la Reina y la acoja en su gloria!

Soldados, esta noche daremos todos ese gran paso, la coronación, la heroicidad. Nos encumbraremos si dejamos de llorar, ¡porque somos hombres británicos y moriremos como tal!

Que este cálido desierto verde será quien nos vea perecer en la magnífica tarea de ser los valientes que viajaban a Hanói. Limpiad de vuestras mentes la falta de ayuda, centrad vuestros fusiles en sus almas y olvidaos de la piedad, pues aquí no la conocen.

No vendrán nunca a rescatarnos. No vendrán a buscarnos. No vendrán. No estamos a más de tres horas del cielo, pese a que nos rodea semejante infierno gris. Añorad a vuestras esposas, recordad el pelo de vuestros hijos y la comida en el hogar. Mataréis por esa memoria, ese imborrable recuerdo familiar. La gente se enterará de que estuvimos solos, rozamos la gloria. Moriremos con honor. Por la Reina, por Inglaterra, por nosotros por vuestros hijos. Por un teniente que no jugaría si no supiese perder y que hoy vuelve a vestir de azul.»

Visto en: Rel #3.

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Un cuento por San Valentín

Jucika siempre tuvo problemas con su capacidad de atención, una gran faena el distraerse con facilidad. Llevaba sus estudios a remolque, le costaba estar al día con todo lo de la facultad y tendía a dejarse olvidadas las gafas por los rincones. Llevaba un año en Praga, tiempo suficiente para conocer su recorrido con pocos desvíos, no como para haber enraizado con fuerza.

Como todas las mañanas cruzaba el puente de Carlos con su bicicleta de paseo dirección a su casa en la calle Jalovcová sorteando turistas y músicos, el ritmo permitía disfrutar de la brisa del río Moldava y fijarse en los caminantes, fijarse en sus caras era una mala costumbre heredada de un ineficaz sistema que le impedía concentrarse en el trayecto. Los imaginaba hablando dentro de su cabeza, «Mira ese calvorota, ja, seguro que va pensando «ya es primera pero tengo la cabeza fría»… uy, y aquella señora… qué abrigo «Â¿muchacha te ríes de mis visones?», ja, pues sí. Ey, ¿y aquél?, vaya, sí que tiene una cara guap- ¡OH!» Jucika se frotó los ojos y miró al rededor, se había formado un corrillo de gente que miraba con desaprobación.

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Del color del oro

Granos. Eso era todo lo que le preocupaba, sus granos. Más exactamente la carencia de ellos. La tierra ya no es lo que era y el cultivo no germina como debiera. Ed M. Teagarden no tenía más. Lo más parecido a un amigo que consiguió en la vida se llamaba Winchester y lo heredó de su abuelo.

Tenía su juventud, pero con eso no se come en los primeros sesenta de Arkansas. Con trigo sí.

Ese día estaba especialmente débil, pues aunque sus brazos eran fuertes (en parte debido a que día sí día también paseaba con su Jhon Deere) hacía veinte años de la muerte de su padre y cinco de la de su madre.

No le dolía ninguna de las dos. Le dolía la incomprensión.