Autor: ElGekoNegro

  • La pose de la etapa de los cereales de marca

    Una de Capitán Obvio, pero que tiene su miga y es conveniente (creo) recordarlo. Esto de vivir por uno mismo es toda una experiencia, sobretodo, porque en el mayor de los casos también vives para ti mismo. ¡Es único! Sin duda es una etapa de mi vida que debo aprovechar y de la cual me he dado cuenta hace más bien poco tiempo, cosa de semanas. Yo lo he bautizado como «la etapa de los cereales de marca». El nombre lo dice absolutamente todo.

    Cuando comencé a vivir de mí mismo y en mi propio espacio quedé expectante intentando intuir por dónde podrían venir las balas y, durante los primeros dos o tres meses vivía literalmente dentro de una hojita de cálculo e intentando ser lo más minucioso posible en ella. No se puede decir que fuera algo enfermizo, pero sí le otorgaba una grandísima importancia. Tiempo después, el suficiente como para poder prever los gastos venideros, cuando ya creía tener la sartén por el mango, comencé a soltarme poco a poco hasta llegar al momento actual. No hablo sólo de economía (pues la economía doméstica, en la mayoría de los casos, no es más que sumar un mucho de una vez y restar un poco muchas veces hasta la siguiente suma), hablo de lo que se extiende de la economía pues, una vez tenido sujeto el tema de las cuatro perras de cada mes, si añadimos la mezcla adecuada de administración y caprichos alcanzaremos un modo de vida desahogado y de lo más placentero a la vez, ese en el que puedes decantarte por los cereales en base a su renombre y no a su nombre. Todo esto, por supuesto, desde el punto de vista de un puñetero pijo de la hostia como aparento ser y, peor, soy.

    Todo se basa en pequeños trucos que, aparte de dar ambiente y hacerte sentir mejor por pura estética, te suben un poquito en la escala social de tu vecindad (o algo así). Son cosas como darte cuenta de que tienes unas latas de cerveza en el frigorífico por tener, para cuando viene alguien y quieres invitarle a que tome algo, lo mismo que el surtido Cuétara que, de niño, sólo veías en la mesita del salón cuando venía algún familiar concreto. ¿Tomas cerveza en casa? Siguiendo con el ejemplo. En mi caso concreto veía que sólo bebía, como he dicho, cuando venía alguien o, en tres ocasiones, viendo un partido de la Real Sociedad por streaming. ¿Qué he hecho? Comprar botellines, ¿por qué? Por puro glamour, por pura imagen, por puro ego, por pura sonrisa del que llega a la Mansión Wayne de provincias y le sale una chispita en los ojos al ver las jarras de cervezas siempre en el congelador y sentirse extrañamente entretenido y disfrutando del simple gesto de utilizar un abridor en lugar de urgar con la uña en el tirador de la lata. Por supuesto que los botellines son más caros que las latas, el vidrio (reciclado) se paga mejor que el latón. ¿Qué pasó con mi adicción a la cafeína? Se sigue alimentando de baratas latas de Coca-Cola Zero. Sin drama.

    La magia de estos caprichos, de quedarte con el queso bueno y no con el queso, de darte el gusto cada semana de coger dos o tres ingredientes de cocina que sabes que son de la máxima calidad porque, por algún motivo, te has molestado en buscar y conocer lo mejor, en conocer quién hace el queso del Auchan y cómo, de disfrutar de las diferencias entre un embutido tradicional que te hace babear con el primer aroma una vez abierto el envoltorio envasado al vacío y el sobrecito de lonchas de algo que cogía antes por costumbre. Son detalles, algo más caros, pero que ahora me puedo permitir, no sé si dentro de otro medio año lo podré seguir haciendo, no sé cuándo me veré obligado a dar fin a esta etapa de Chocapic y pose. Caprichos de apenas cinco euros más a la semana que no te hacen sentir desgraciado cuando abres el frigo, el armarito de las especias o la maleta porque ahora puedes permitirte visitar Londres despreocupadamente con la excusa de tener un amigo allí.

    Y, es que, manda cojones, a ratos se nos olvida que todo este tinglado que nos hemos montado de la sociedad, la vida y su convivencia, lo de pasar tiempo por aquí, de nada sirve si no disfrutamos, y se disfruta mejor con lo mejor, y su disfruta mejor buscando lo mejor, aprendiendo a conocerlo, sorprendiendo a los demás. Sacudiéndonos los complejos ridículos de pobre escondidos bajo la caspa siempre que podamos permitirnos detalles con nosotros mismos, ya sea un salchichón exquisito, una edición especial de Moby Dick editada por Penguin con un tacto extraordinario, la aplicación móvil de moda o sabiendo apreciar la alpaca en lugar de la lana. Creyéndote un dandi.

    Visto en: Malasaña, Camden y alrededores.

  • La efe

    La letra efe es rara. F. No llega a E. Ni a A. Tiene un glifo, con f, curioso. Llevo toda la tarde, en la oficina, pensando en la dichosa letra. Efe, efe, efe. Ha sido una tarde aterradora, extrañamente productiva, gracias al cielo. O algo. Efe. Cuando empezamos a escribir todos intentamos tener la misma caligrafía, la que nos enseñan en la escuela, la que mantienen muchos abuelos, la de la A minúscula, redondita, con circulito. La de la O, minúscula también, que, lejos de ser un simple redondel, se decora con un detalle en su parte superior derecha. Naturalmente, todos nos damos cuenta de que no se puede seguir el ritmo del dictado de tu seño de primaria si te dedicas a terminar cada letraja, por eso la o es un cículo y la i termina siendo indistinguible del signo dos puntos. La efe cambia mucho. Desde un ocho inclinado y algo abierto por el centro a una te tumbada, con un pequeño sombrerito. Ayer vi una efe preciosa. Una efe minúscula, inicial de la palabra feliz. Estaba a medio camino entre aquél ocho infantil y esa te desganada que indica que ya somos demasiado mayores como para preocuparnos por hacer cosas bonitas, «y, bueno, sí, pero se entiende, ¿no?». Aquella nota de «[…] feliz no cumpleaños!» estaba escrita por una chica, generalmente tienen una caligrafía más legible y preciosista. Más coqueta. La letra efe destacaba.

    Siempre me he intentado esforzar en hacer una efe fácilmente entendible, quiero decir, cómoda de escribir pero que no requiera releer para saber qué pone. La efe tiene un sonido feo. Ffffffeo. La efe es la culpable de que a los Franciscos se les llame Pacos. Y a las Josefas, Pepis. Sin personalidad como las bilabiales, sin fuerza como la Ce cuando es Ka. Feliz, felicidad, empiezan por efe, por lo que se entiende que es una letra agradable. Pero también lo hace furcia. O follar. Esas, como palabras, no son bonitas. Hace un tiempo, no sé, un año, dos, tres o incluso algo más, adoraba la puta efe. La adoraba de verdad. Sólo veía cosas buenas en ella, era singular, era bonita, era cercana, era comprensible dentro de su polimorfismo. Era alegre. Alegre de gol de tu equipo de Fútbol, alegre de divertido y agudo soplido equivocado de un crío en una Flauta, alegre de repentina luz que se enciende en una zona oscura al acercarte a una Farola, alegre de ver las complejidades y que terminaran resultando Fáciles, alegre de recordar el viaje de Bachillerato en Florencia, alegre de verano en un Festival, alegre de soñar con vivir en San Francisco, alegre del sonido que se escapa cuando pronunciamos Triumph, alegre de Fantástico. Alegre de inundarte con sus Fotos.

    Ahora que vuelvo a echar un ojo a esa notita y descubro alguna efe más en ella me quedo pensando, no, continúo pensando, que a ver qué hago con esas ahora Fatídicas Fotos. Que a ver cómo Funciona. Jodida efe, estás en todas partes, que me expliquen cómo te lo has montado, porque menuda Faena. Una pequeña chispa de esperanza que se vislumbra al Final, y es que, antes, hace un tiempo, no sé, un año, dos, tres o incluso algo más, cuando ponía una dichosa efe en la barra de direcciones, ya ves tú qué tontería, el navegador tiraba para Flickr u otra concreta web que me leía con Filosofía. Será culpa de Instagram, supongo, que ahora cuando me posiciono en esa misma barra y pulso esa misma tecla esto arrea hacia sus dueños, Facebook. Dándome a entender que cualquier otro lado sería malo, no, Fatal. Y esa es la chispa, tal vez no un cambio de sentido, pero sí un Freno. Al menos evita lo que parecía un descarado Funeral.

    «¡Feliz, feliz no cumpleaños!». Qué cojones. Eso es algo alegre. También. Al menos ahora lo parece. Pues mira, oye, Fenomenal. A ver si dura así para siempre. Ay, perdón, Forever.

    Visto en: …D, E, F, G, H…

  • Me he leído el blog

    Niños, el verano de 2012 fue un verano algo raro para vuestro padre. No llevaba mucho tiempo en Madrid y su cabeza seguía inquieta, intentando ubicarse, preguntándose qué es lo que realmente quería. Y a lo largo de ese caluroso agosto tuvo la idea de releer todo el material que ya había publicado. Tal cual. Yo, que nunca he sido un tío de crear ni mantener borradores, me encontré hace mes y algo con media docena de títulos de post con su correspondiente parrafito introductorio. Sin nada más. Y me pregunté qué me pasaba y qué me había hecho desplazarme a otros métodos de comunicación más directa, rápida (inmediata, de hecho) y tan estéticamente pobre como puede ser Facebook, Instagram o Twitter. Ha sido fácil de calcular, todo esto viene desde el momento en que empecé a utilizar un teléfono con tarifa de datos que me permite desarrollar ciertos temas on the fly sin la aparente pesadez de sentarte a pensar qué quieres escribir. En resumen, todo apuntaba a que no escribía nada decente desde agosto de 2010 (dos años, hijos).

    Es cierto que ha habido un movimiento similar al que he llevado yo acabo por parte de todas las personas que me animaban a seguir escribiendo al menos tres veces por semana (algo que ahora me parece inalcanzable). También las empresas, pues desde que Google se fulminó su servicio de Reader (que permanece catatónicamente encamado hasta que el matarife degolle su cuello cual cochino en San Martín) me despegué de otros blogs que solía leer hasta el extremo de entrar en únicamente dos sitios cada dos o tres días introduciendo los primeros caracteres de la URL en la barra de navegación de Chrome. Y esto hace tiempo que dejó de ser frío para parecerme helador.

    Ha habido motivos personales, los reconozco, que me han llevado a separarme voluntariamente tanto del blog como de ciertas personas que conocí a través de él. A diferencia de un curso del colegio o incluso de la facultad, aquí no pasan nueve meses y con la llegada del verano no los vuelves a ver, sino que siempre vas teniendo referencias y por pura comodidad he evitado bastantes… situaciones que podrían haberme molestado. Han sido unos meses jodidos. Varios meses. Y ni siquiera sé por qué hablo en pasado, la verdad, me estoy creyendo mejor de lo que soy en este aspecto, pero hostia, alguien se lo tiene que creer, ¿no?

    Retomemos. Agosto del 2010. Un Lagarto Abuhardillado ya contaba con unos lustrosos cuatro años a sus espaldas y un tráfico que, si bien nunca ha despuntado (y me considero afortunado por ello, cada vez más), resultaba interesante. Aquí comenzó todo eso de quedar con amigos y que cada uno, en cada uno de los cuatro lados de la mesa, nos encontrásemos mirando nuestros teléfonos mientras las cañas y el servilletero se preguntasen qué habíamos ido a hacer. Todo este problema de la sobreinformación, de que podemos enterarnos en segundos de cualquier cosa que suceda en Sumatra o en La Rioja, con imágenes y vídeos en alta definición, pero una información pésima, volátil, extremadamente caduca y meritoriamente olvidable. Consuelo de tontos, pero no soy el único en esta situación. Me tuve que encontrar para saber cómo era yo antes de aquello. Y empecé por el principio. Mes a mes, post a post. Naturalmente muchos me los he saltado del tirón. La mayoría de las entradas del comienzo me han sacado más de una sonrisa, «Tío, hay que ver lo equivocado que estabas» o, al contrario, «Tío, ojalá hubiese leído esto antes». Ha habido momentos complicados, posts densos que ni siquiera recordaba haber escrito y que me han sorprendido muy gratamente. Ni siquiera sé cómo diantres fui capaz de escribir alguna de esas cosas, no por falta de valentía, sino por puro valor literario. Quiero decir, me ha tocado estudiar poemas peores. Poemas de artistas que, supongo, en algún momento serían la hostia, pero poemas de mierda al fin y al cabo.

    Content is king

    El contenido es el rey. El rey. Y, en la mayoría de casos (exceptuando citas, vídeos u otras cosas y chorradas) el contenido lo generaba yo. Pero de nada sirve esforzarte en crear el mejor periódico del mundo, con la tipografía más legible que puedas imprimir en ese papel que tiene el grosor perfecto para ser manejable pero no romperse ni plegarse como los demás, con unas fotografías que ilustran las noticias realmente impactantes sin llegar al morbo y unos cuerpos de texto tan mágicamente maquetados que en ningún momento te perderás al cambiar de una columna a la siguiente, unos artículos de opinión que despiertan curiosidad e interés en cualquiera que ojee sus páginas y unas noticias contrastadas y veraces expresadas en un lenguaje comprensible a la par que preciosista y directo cuando ha de serlo (pero ante todo respetuoso) con una selección de publicidad exquisita donde no encontrarás ni ofertas de cruceros ni sórdidos bailarines… si nadie lee periódicos ya. Si nadie va más allá del titular y, en su versión web, los comentarios generados que sirven como resumen irónico y lacónico de lo que el articulista quería expresar.

    Y aquí entramos en el debate centenario de que no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee. Creo que, en mi caso, se juntaron ambas. Naturalmente si yo no escribo nadie lee, por descontado, pero ese salto hacia otras plataformas hizo que todos dejásemos bastante de lado esto (me incluyo, de nuevo) por tanto el retomarlo siempre producía pereza, y aunque se escribiese (menos y alarmantemente peor, ahora ya comprobado) la gente ya se encontraba distraída con otras cosas, y por tanto, no se leía, no se comentaba, y yo no escribía. Nada reprochable y todo completamente lógico pues, al final de cuentas, que esto es lo que cuenta, no éramos más que los mismos tíos hablando entre nosotros sobre las mismas cosas, pero en otros medios. En otros soportes. Del telégrafo al teléfono y de ahí a Skype, si queréis. Curiosamente, cuanto menos he escrito ha sido cuanto más contacto real he tenido con vosotros. Se ha producido un acercamiento que, antes, hubiera sido impensable o, al menos, altamente dudoso (por mi propia mentalidad). Con algunos he cenado, con algunos he comido, con otros me he ido de cañas. Con otros… Ahora no importa, mientras sea feliz. No es que la culpa sea de Whats’App, pero casi, si hace un tiempo éste blog era prácticamente el único nexo entre varias personas y el tipo que escribe, poco a poco esa distancia virtual terminó en apretones de manos y hasta en esperas en aeropuertos. Todo aquello que necesitaba escribir lo contaba a las personas que sabía que iban a darme una solución al problema o simplemente a quienes pudiera interesarles. Rapidez.

    Después de leer las mil quinientas entradas (1501, con esta), se me hace reconfortante ver que, aunque escriba peor, aunque eche de menos a muchas personas (no simples comentaristas) que solían leerme, reírse, criticarme, cuestionarme o hasta emocionarse con mis textos: la auténtica recompensa de un blog que en su momento no supe apreciarlo pues siempre parecía que estaría ahí, después de todo, lo que más añoro es escribir relatitos. Cuentos de algunas hojas. Más que eso, la capacidad para hacerlo. Recuerdo que varios de ellos, la mayoría, los escribía del tirón. Algo que me asombra. No me veo, ni me reconozco, capaz de hacer algo así ahora. Un cuento como el de San Valentín, que en aquél momento parecía una buena idea, lo escribí en cosa de dos o tres horas entre las doce de la madrugada y las cuatro. Recuerdo esa noche con cierta claridad.

    Nunca antes había tenido tanta razón aquello de «Tú antes molabas». Pero, como en una serie de televisión, la primera temporada resultó llamativa pero tampoco extraordinaria, las dos o tres siguientes mantuvieron un interés notable alcanzando el sobresaliente en episodios (posts) concretos y todo lo que vino después lo ves (lees) por inercia y rutina, sin ningún interés real, mirando el reloj cada poco tiempo, sin saber cuándo dejarás de seguir el hilo de la trama, si ya sabéis que vuestra madre es la hermana del tío Barney.

    Visto en: Un Lagarto Abuhardillado (by CBS).

  • Las azoteas de Madrid y sus inexistentes gatos maullando a la luna llena

    Hace más de mes y medio me mudé a Madrid. Es algo que la mayoría de vosotros ya sabía, como siempre queda algún despistado que hace bien en no conocer mi vida al dedillo, lo pondré al día. Nunca he sido un admirador de la villa Madrileña, de hecho, siempre me ha parecido un pueblo exageradamente extenso, nada más. En el tiempo que llevo viviendo aquí tampoco ha cambiado mucho mi percepción de ella, es una localidad manejable pero falta de carisma. Quiero decir, no es icónica, si pensamos en el mapa de dibujos animados donde se ve Europa siempre pintan la Torre Eiffel en París con el Arco del Triunfo, el Coliseo en Roma, el Big Ben y el resto de Westminster o el London Eye en Londres o la Puerta de Brandeburgo en Berlín. Estatua de la Libertad, Times Square, Empire State Building, Chrysler… Golden Gate en San Francisco, Capitolio y Casa Blanca en Washington, Opera House en Sidney. No hay nada visualmente referencial en la ciudad de Madrid, y es culpa de los mismos madrileños, algo que afortunadamente llevan unos poquísimos años intentando cambiar porque a un guiri no le dice nada la imagen de Tío Pepe ni un cartelón de Schweppes. Finalmente pintan una plaza de toros (que ni siquiera es la de las Ventas) y sangría y olé. San Sebastián y la barandilla de La Concha, Sevilla y la Giralda, en La Coruña la Torre de Hércules, Agbar y la Sagrada Familia en Barcelona, Artes y Ciencias en Valencia o lo que fue Numancia en Soria. Aquí se rebajan ellos mismos a un oso (que dicen que es osa) y un arbolito. Sobra decir que la cantadísima mírala, mírala, pinta más bien poco. Carece de un skyline reconocible.

    Madrid Skyline  de Juroba en Flickr

    Le falta chispa a Madrid. Sorprendentemente le sobra materia prima para encontrarlo, entre Austrias, Debods, Retiros, torres de Florentino, Kios… O, por ejemplo, el magnífico servicio de metro, que aunque cueste más dinero que antes no me parece, y hay quien me matará por esto, caro. Caro es el de Nueva York, que cuesta dos dólares y medio y, como en las películas, gotea, humea, huele mal y tiene mendigos y borachos dormidos dentro. Pero lo hacen todo a medias aquí, entre Princesas, Goyas, Españas y Preciados. Un buen servicio a un precio razonable con una oferta cultural amplísima a mano que vive a la sombra de un Corte Inglés. Y tal y como está la economía, no es, para nada, algo malo.

    Encaminando el post, sabéis que me gustan los áticos, buhardillas (obviamente), y básicamente cualquier vivienda que no tenga vecinos encima. Por inercia y pijoterismo intenté buscar algo así en el centro de Madrid. Y lo hay, sobretodo de Sol para abajo, pero son construcciones arcaicas, sin aire acondicionado y que no me daban suficiente confianza (y las que sí, por supuesto, se me iban de precio doblando o triplicando el máximo que me había marcado). Días después de sumergirme en la divertida y rápida rutina de Madrid y empezar a pausar mis propios movimientos volví a rascarme la barba meditabundamente a sabiendas de que seguía echando en falta algo: la altura. Vivo en un chiquitajo piso de 45 metros cuadrados (cuando mi anterior habitación, la añorada y original buhardilla que da nombre a esto, alcanzaba los 60) al que he bautizado «Mansión Wayne de provincias» y es un tercero con ascensor. No es suficientemente alto, hay dos más por encima. Afortunada y curiosamente, la oficina donde trabajo es un quinto y último piso con acceso a la terraza. Y no suben nada más que los fumadores. Y no lo entiendo (salvo por el sol y el calor). Así que en mi cruzada a favor del disfrute de los flequillos y las canas de los edificios me interesé por esos dos hoteles de al lado de mi calle que son famosos por dejarte subir a la azotea y tomarte algo. A mí me pareció un chiste, pero debe ser así, si vas a una azotea de Manhattan, en la Quinta, pides un Fitzgerald (que resulta estar bueno y da esa imagen de distinción, de Gran Gatsby, lógicamente, que no es que aporten muchas bebidas) y la pose te sale por 15 dólares más el 8% de impuestos locales de la ciudad de Nueva York y la propina que se entiende como obligatoria. Quiero decir, estás pasando una velada viendo el Empire y el Chrysler, que son cosas molonas. En los hoteles de aquí, al parecer, los precios son similares (algo más en Madrid después del cambio Euro-Dólar) pero, sin embargo, y esto lo que me ha jodido, no hay oferta. Comparando, Nueva York es una ciudad más fría que Madrid, por lo que, a priori, la idea de subir a una vigésima o trigésima planta a que te dé el aire no parece muy atractiva, tal vez, más al sur de Manhattan, lo de utilizar la escalera de incendios para montar una fiestecita en lo que sería un sexto parezca mínimamente más razonable. Pero aquí no hay nada de eso. Y me jode. Porque es algo que mola.

    Hace un par de semanas aproveché para meter el germen de la idea de disfrutar de la última hora de la tarde en la azotea de la oficina. Si son tan molones como para tener las mesas de ping pong, no creo que les cueste mucho subir con una Coca-Cola ahí arriba en lugar de bajar al ruidoso bar de enfrente. Es una tarea difícil, sólo a dos personas les ha parecido bien de entrada. Lejos de desistir, al llegar al portal hablé con el portero para preguntarle si se podía subir. No. Y menos con gente. «Que si quieres subir para hacer unas fotos, pues todavía, un ratito…». Y es que yo no sé qué peligro ven en ello, si los del balconing son los de los países ricos. Me llevé un chasco. Tanto sol desaprovechado, tanta melena recortada por los rayos de luz natural a la basura, tanta chica sonriente haciendo malabares en tacones que nadie sabe por qué se ha puesto apoyada en la barandilla muriéndose de ganas por hacer como que baila.

    Y vosotros, que os lo vais a perder, estáis todos invitados. No pierdo la esperanza de poder disfrutar de una brisa algo menos contaminada que la del nivel del suelo con música suave y una luna brillante al fondo. Le falta ese despertar a la ciudad.

    Visto en: Gran Vía.

  • La vestimenta de los momentos cruciales que he vivido

    Volvamos a tomar esto como un recóndito y placentero refugio personal, como una cala en la costa gerundense a la que sólo puedes acceder nadando (si eres fuerte) o en kayak (si eres yo). Ah, algo muy apropiado para combatir la sequedad del ambiente y el incesante calor. Lo llevo muy mal, imagino que lo habré comentado un buen puñado de veces. No deja de ser cierto.

    11/365: Pinstripes de bubbly toes en Flickr

    Por diversas cuestiones de la vida, todas ellas atribuibles a mi perturbación mental, crónica, he desarrollado una extraña obsesión, un matiz enfermizo más propio de dementes encerrados en oscuros castillos reformados como sanatorios mentales de habitaciones acolchadas que de una persona con un mínimo de personalidad. ¿Qué le voy a hacer? Mi psicólogo dice que si lo digo muy fuerte y aprieto los puños, es probable que se cumpla. Mi psiquiatra dice que no, y que me tome esa píldora antes de… Mierda. Luego, si eso. El tema, basta ya de rodeos absurdos (que me chiflan) es que tengo una misteriosa (y ciertamente inútil) habilidad que me permite recordar qué ropa llevaba puesta en los que considero los momentos más importantes de mi vida. Digamos, desde los 15 hasta hoy, hasta los 23 y algo.

    Tengo poquísimo olfato (hay quien me dice que ya puedo empezar a fumar, porque no puedo perder más ese sentido), un oído aceptable y una vista realmente buena que, lamentablemente, me esfuerzo en machacar diariamente. Así que supongo que, a golpe de verme desde fuera en esas situaciones, digamos cumbre, de mi vida, me he terminado quedando con qué camisa o camiseta o qué pantalones llevaba. Y hasta el calzado en algún caso concreto. Hablo de cuando aprobé el práctico de coche, la primera vez que firmé un contrato «de mayor», el día en que quedé con aquella chica de quien andaba detrás durante tanto tiempo y que terminó dándome un beso o de la primera vez que fo… Ups, casi lo digo. ¿Sí, queréis que lo diga? Putos morbosos. Cómo os envidio en estos momentos, ahí todos, desde la barrera, sin exponerse a nada. Está bien, y la primera vez que formé una banda de rock en un garage.

    Decía antes que esto me parece algo inútil debido a que, bueno, sí, nunca está de más saber que llevaba una camiseta granate con el dibujo de un robot el día que me ficharon por primera vez en una empresa. O que, curiosamente, la entrevista que me hizo entrar en la oficina (magnífica, ya os contaré) donde trabajo ahora, la realicé con esa misma camiseta porque recordaba perfectamente la vestimenta que llevaba aquella última semana de abril de 2010. Lo realmente útil es acordarse, además, de la ropa de los demás. Del vestido de la recepcionista que se recogía el pelo con un lápiz, el patrón de la corbata del primero que se presenta, los dibujos de los calcetines de ese otro que te estrechó la mano, los tonos de los cuadros de la camisa del tatuador con miedo a las agujas que aparcaba siempre su Softail cerca del Clínico de Valladolid o cada uno de los escasos complementos que adornaban aquél jersey de lana gris dispuesto a atronar bafles, o eso ponía en el mensaje escrito en negro. Cubierto con un ligero abrigo verde, aunque luego se taparía con mi cazadora de cuero marrón. Apoyada en un VW Golf. Esos son los putos detalles que realmente molan. No abrir el armario y ver la americana con la que saliste de fiesta (informal) la noche que te cruzaste con Ignatius y que ni siquiera podía saludar por ir borracho. No. Lo divertido (y a ratos jodido) es cruzarte con una persona a la salida del banco, en una tienda, sentada en una terraza, en el transporte público o que aparece de fondo en un plano del telediario y que parece llevar esa chaqueta negra que tuviste que cargar durante un par de eternos kilómetros, escaparate tras escaparate, o esos zapatos de ante verde que recuerdas haber descalzado con cariño.

    Visto en: ElGeko800/Inditex.