Autor: ElGekoNegro

  • Escaleras de incendios con vistas al Pacífico

    Durante años, Guinness, aquella cerveza negra del país donde todo es verde, utilizó como publicidad una frase que, si bien parece de abuela, terminó en las cabezas de todos los nietos: «Good things come to those who wait.» Hay decenas de anuncios y hasta un artículo en la Wikipedia con toda la campaña. A mi juicio, mejor que el carismático tucán que la anunciaba anteriormente. Hace referencia a los aproximadamente dos minutos que se tarda en preparar una pinta y ésta esté lista para beber. Dos minutos que, en un pub, se hacen largos. Quizá el spot más recordado de esta campaña sea el de los surferos que cuentan olas hasta saber cuándo viene la que es perfecta y se convierten en jinetes que cabalgan el agua.

    A mí, que sigo con cierta curiosidad todo lo que rodea a la marca de St. James’s Gate, ese anuncio me encantaba cuando lo lanzaron y echo de menos la seriedad que emanaba. Era algo religioso: si te portas bien te pasarán cosas buenas. Y, hablando de surferos, así pasé unos días en California.

    Hace poco más de tres meses cambié de empleo por el principal motivo por el que lo hace todo el que se gana la vida pintando botones que al pulsarlos envían datos y luego pasan cosas, o se cae todo el sistema de alquiler de bicicletas nuevecito: por aburrimiento. Y diría una chorrada como que la primera mitad de 2014 ha sido benévola para mí, pero no voy a quitarme mérito para asignárselo a la astrología y quién dijo miedo habiendo hospitales. El proyecto que desarrollo se realiza con la colaboración de varias empresas y organismos de esos que te hacen flipar mucho (Google o NASA) y hace unas semanas se vio la necesidad de tratar algunos temas allí, por lo que tuve la oportunidad de trabajar en la zona de San Francisco, Berkeley y Oakland o asistir a una reunión en las oficinas de Google con vistas a la bahía hace apenas unos días. Aún me cuesta escribirlo sin ponerme nervioso. Hasta aquí lo referente a lo laboral.

    Retomando la premisa de Guinness, vaya, no contaba con tener el gustazo de hacer algo así y si me veía bajando por la parte fotografiada de Lombard Street sería porque habría engañado a mi novia para descubrirlo (soltad el aire, que no, que no tengo novia). Pero, como dije, un poco de la noche a la mañana me planté allí y tuve la opción de pateármelo durante un par de días en los que aproveché para hacer todo lo turísticamente obligatorio. Y hacedme un favor y escuchad Hellhole Ratrace (♪, ►) del primero de Girls mientras seguís leyendo.

    Es mi segunda visita a Estados Unidos y la primera en la que he tenido contacto continuo con gente de allí que me ha permitido mucho más saber cómo se trabaja y cómo se vive en uno de los países que, a mí, tanto me atraen, al menos en una cara y pequeñísima parte como es la bahía. Os dejo apuntes sueltos sobre esta magnífica y acelerada experiencia. Si tenéis dudas sobre alguno, os explico lo que queráis en los comentarios, que igual así añado anécdotas.

    • Está lejos, la vuelta es un aburrimiento.
    • Ya lo dije hace tiempo, no me gusta estar descalzo.
    • ¿Qué narices es eso de pasar del Ford F150 al Prius o, aún más raro, al Tesla?
    • La gente es extrañamente confiada.
    • Hay muchas personas que adoran San Sebastián pero que a duras penas aciertan a ponerlo en un mapa.
    • Si dicen que van a hacer algo, por muy tonto que sea, van a hacer esa tontería,
    • Las dietas macrobióticas y el café cultivado de no sé qué manera está acabando con las hamburguesas de héroes y los Starbucks.
    • Pregunté en un supermercado dónde estaba la Coca Cola y me dijeron que no tenían porque no era sana. Sí, pregunté por la Zero, les dio igual.
    • Me pidieron el carnet cuando pedí una cerveza en una terraza de Sausalito.
    • En esa misma terraza había dos parejas de Bilbao.
    • Si se te va la mano con la bici es fácil caerte al agua desde el Golden Gate, o a la carretera con los coches circulando (ayer vi que lo pretenden arreglar un poco).
    • Los taxistas se quejan de Uber, pero no gritan mucho.
    • El precio de la carrera de los taxis me pareció barato.
    • Tacos, tacos, tacos, tacos, tacos, tacos.
    • La gente dice que no se baña porque está fría pero cuando me lo propuse me advirtieron de que había tiburones.
    • El siguiente pueblo después de Sausalito se llama Tiburon.
    • Las oficinas de Google son como esos artículos que circulan a veces sobre cómo son las oficinas de Google.
    • Esos artículos no mencionan lo callados y aburridos que resultan.
    • No probéis un Negroni si no os gusta el vermú.
    • Entienden que puedes ir desde España sin que te guste el vino.
    • Les cuesta comprender que necesiten persianas porque no han de proteger su intimidad si los de fuera no miran hacia adentro.
    • Si Nueva York está en pie a las 7, en esta costa amanecen a las 4.
    • Sí ven el Mundial.
    • Tacos.
    • Hice mal un cambio de sentido con la bici y me vi pidiendo ayuda a la embajada.
    • Los vecinos estaban más cabreados que el policía, pero sólo el policía me insultaba.
    • Las cervezas que hacen allí son suaves. Las cervezas que llegan allí son caras.
    • Me ofrecieron LSD y me pareció el único sitio del mundo donde deberían ofrecerlo.
    • VW Westfalia Camper.
    • Eso de que te chocas con una chica al salir de la tienda y se caen las naranjas para que puedas disculparte mientras una voz alerta de las ofertas en pimientos amarillos y termináis intercambiando teléfonos y quedando para cenar sucede.
    • Recordad que la gente es muy confiada y ya he repetido que tacos.
    • Twin Peaks.
    • Cuando íbamos caminando por Berkeley y Oakland nos preguntaban si estábamos bien y si se nos había estropeado el coche.
    • Subir algunas cuestas de San Francisco andando responde tímidamente a lo anterior.
    • Escaleras de incendio con vistas al mar.
    • «This has nothing to do with L.A.»
    • La verdad es que para decir que estás en la calle Ávila te quedas donde estás.
    • Llevad protección solar.
    • Puedes ir de hipster, que irás de hipster europeo, y es que al menos sabemos vestir un poquitín.
    • Loco, qué haces con la fixie, anda, baja.
    • Yo diría que se puede nadar hasta Alcatraz.
    • Faltan Vespas. Sobran Golfs.
    • El mayor océano del mundo.
    • Es la polla.

    Visto en: San Francisco, Oakland y Berkeley.

  • Cocina y software

    Que haya dos entrada en menos de un día me asusta tanto que se me aceleran las pulsaciones (de teclas). Sin querer hablar de la relatividad del tiempo ya hace casi dos años que cocino para mí, por y para mí. Casi dos años eligiendo ingredientes, comparando dificultad (facilidad, realmente) de platos y recetas, comprándome algún que otro artilugio que apenas he utilizado (tampoco nada estrambótico, no tengo pasapuré) e intentan impresionar a los compañeros de oficina (o a los cuatro monos que me siguen en Instagram). La inmediatez del móvil mató el texto largo y las cuentas PRO de Flickr.

    Cocinar parece ser una tarea que todos tenemos asumido que deberemos aprender a hacer. Por subsistir o por conquistar a aquellos ojos color cerezo. Yo empecé por curiosear, continué por intentar mantener mi vida a salvo de Mc Donalds y terminaré por la mirada. Y hoy mismo me he dado cuenta de que es un proceso que ya había vivido. Cocinar es desarrollar software pero que, además, huele y sabe bien.

    Hace mucho, mucho tiempo hablé del gozo que producía construir tus propias herramientas y entretenimientos (caray, van a hacer 6 años de aquello, bien) y en este caso se aplica todo ello exactamente igual. Igual. Aprender a cocinar, y me refiero a hacer cuatro chorradas pero que dos de ellas sean chorradas elegantes, como un pollo a la mostaza y miel sobre una base de puré de patatas. Y se aprende por repetición, por haber hecho saltar mucho agua de la cazuela hasta que se tiene controlado el tiempo y puedes quedarte unos siete minutos en el sofá mientras superas el récord del juego de turno. Esto es similar a cuando tenía una lista de favoritos enorme con enlaces a Stackoverflow y que releía murmurando «Ay, es verdad, siempre igual.» Hasta que deja de ser siempre.

    Y está bueno. Y te gusta. Y me encantan mis platos porque son míos, del mismo modo que me encandilan mis aplicaciones web de juguete porque son mías. Coño, mis creaciones. Han salido de mí. Les he dedicado mimo. Es una gozada. Por supuesto que reviso el código de Cómo Hace (que apenas tiene año y poco) y cambiaría las tres cosas que tiene, empezando por la API de Yahoo! Weather que nos ha ido dejando tirados a todos. Pero me saca una sonrisa. Sé que la primera vez que hice unas setas me quedaron terriblemente sosas, pero es que sabían a setas (yeah, I know) y no podía estar más satisfecho.

    Ahora la crítica, esa gente que dice que prefiere comer en un bar (o comida precocinada) todos los días porque el tiempo que dedican a cocinar vale más que lo que pagan por sus filetes empanados o Whoppers, no sé, esa gente que imprime tan poco mimo a algo tan trascendental como la alimentación. ¿Cómo es en su trabajo? ¿Cómo es en algo que le apasiona? Sí, a mí me gustan los programas y libros de cocina, desde cómo funciona el restaurante más pijo y exquisito del mundo a David de Jorge pasando por las barrabasadas más suculentas de América.

    My kitchen corner - cottonblue

    Cocinad. Quereos. Fallad, quemad sartenes, probad especias, ved Ratatouille veinte veces y derrochad aceite. Frustraos y bajad al chino a por fideos o atacad las latas de atún de la despensa. O eres un triste desangelado que no gusta del comer, o te lo vas a pasar pipa sorprendiéndote de la de platos que intentas hacer y lo rico que está tu porquería. Yo voy a ir apuntando los ingredientes para hacer galletas de chocolate. Y que no os engañen, salvo en las tiendas de muebles, una cocina debe estar desordenada, como el cajón de las pilas del salón.

    Visto en: Fogones.

  • Pájaros en las trenzas de serpiente

    Ingresar en la San Telmo para gobernar el mundo. Mantener el brillo en la melena hasta que James Dean pierda la pose en el Spyder. Todas las Saras del mundo pendientes de una tiza blanca. Todas las monturas oscuras de las gafas que se limpian en una camiseta de Jack Daniel’s dos tallas más grande y tú. Tú, muerta de asco en la vida. Desgastando emepetrés y gifs de Lana del Rey, ‘flawless’. Y pájaros desdibujando trayectorias de colores por encima de cualquier princesa Disney. Imagino que sigue mirando a la pared aquél lobo. Un camarero en frac, secando las copas a mano no se compara en nada a una nevera portátil acomodada en el maletero de un descapotable americano que nunca condujiste. Un rayo de sol alumbra y hace destellar los cromados del parachoques. Apenas fueron 200 kilómetros en llanuras con un gran río y sin castores mordiendo troncos, haciendo diques, golpeando la presa con las colas. No, ni una sola nube, cosa extraña tanta tormenta. Siempre una sonrisa, una queja, una mirada, un golpe seco. De repente un brazo pintado, son mariposas, son revoltosas, son inquisitivas, son infinitas. Como de costumbre: paredes blancas, un gorrión apoyado en la barandilla del balcón y una copia ya avejentada de varios libros antaño prohibidos. Ahora café recién hecho en una taza de porcelana, junto a un lazo que estuvo sujeto al extremo de tu cabello. Y ojalá tener un caballo y que los vecinos no fumen y siempre a mano un abrebotellas. Cae un pétalo del florero sobre un folio donde tachaste un poema.

    Una sequoia centenaria que nos dio sombra mientras fingías que tú leías. Todo en la costa opuesta a esa hermandad secreta que te pusieron. Una libreta repleta de dibujitos a pluma de troncos de árboles. Un Charlie Brown enfadado compite con Calvin por el último sandwich de Nocilla. Ruido de una bici, el ciclista con uno de esos estúpidos jerséis de portada de la Pitchfork. Y era ceniza.

    Visto en: 2013.

  • Arriba

    Back in business, bitches! Y los 25 me han sentado rematadamente mal. Lo peor de cumplir un cuarto de siglo, ay, es que se te acumulan las cosas pendientes del TO-DO antes de los 30 y, además, te das cuenta con mayor pavor que el tiempo se acorta. Porque no hace nada que cumplí 20 y eso significa que dentro de nada llegará el temido deadline psicológico. En fin, todos conocéis lo que me gustan las listas. (Mira a los oyentes esperando que alguno grite «¡Y las tontas!» para poder continuar.)

    Si bien no he sido realmente consecuente con, fiel a y buen amigo del tío que antes escribía aquí, sí me parece que no ha ido del todo mal. Correcto, lo sé, no ha ido exactamente como mi subconsciente me quería ver. Pero no está todo perdido si me pongo manos a la obra. Ahora bien, como todo yo, mis circunstancias han condicionado el resultado. Que es una forma ‘ortegaygassetística’ de decir que, bueno, viendo el panorama algo jodido y a mí dentro de una apacible comodidad donde no me salpicaba mucho la mierda, me bajé el cuello del abrigo de Corto Maltés y eché el amarre en el puerto un poco más de lo que hubiese debido.

    Girl from the North Country

    Es asombroso cómo Bob Dylan ha compuesto una canción que semánticamente viene al pelo para casi cada momento. Después de cincuenta y pico años guitarreando y soplando armónicas debe estar acostumbrado a que vayan metiendo con calzador cualquier letra, título, ritmo o acorde en todo tipo de medio. Gracias, tío. En fin: Norte.

    ¿Qué mierdas quiero decir con esto? Ya va, pasa las palomitas. Decía que me faltan historias. Historias de las de contar. Historias de las de sentirte orgulloso, de las de salvar niños en un incendio, de construir tu propio artilugio raro que da vueltas y sirve para[…], de despertarse en Albacete y no recordar cómo se ha llegado allí ni porqué tu amigo va disfrazado de bebé. Supongamos algo que no de vergüenza ajena y que, realmente, tampoco mucha gente realiza. Yo he escogido ir arriba. Ir al Norte. Os dejo un dibujo.

    Mapa con la ruta en Google Maps

    Bonito, ¿verdad? Madrid – Irún – París – Luxemburgo – Copenhague – Estocolmo – Alta (Noruega). No es exactamente la ruta que aparece en el mapa, pero sirve para quedarse con la big picture. De Malasaña al Ártico. La vuelta querría hacerla descendiendo por el oeste, así que bajaría por Oslo. Algo menos de 5000km. Para que os hagáis una idea, la Ruta 66 son 4000 y no está asfaltada como debe ser. En diez días y si no se me ha olvidado tachar ceros, 500km al día. Una cifra asequible para cualquiera de nosotros si no tuvieses un depósito de 8 litros y una velocidad máxima de algo más de 95 km/h para no quemar el motor de dos tiempos que ya ha demostrado ser capaz de todo. Ya, ya, no lo había mencionado, quiero ir con The Townshend. ¡Ahora sí es una historia para contar!

    Recorro aproximadamente 15 kilómetros al día con ella, si no estoy cansado y el tráfico ayuda I elongate[d] my lift home, pero nunca me he ido ‘de ruta’ que es como los [dichosos] moteros utilizan para decir que no van de casa al trabajo y fuera del núcleo urbano. En dos ocasiones, repito, dos ocasiones, la he paseado por autovía y reconozco que disminuía mi hombría cada vez que tenía que lidiar con un camión en una de esas radiales de la capital. Ah, sí, y un par de huesos rotos con caras visitas al taller decorando el regalo. No estoy preparado aún para una aventura semejante, pero tampoco pretendo zarpar mañana. (Se atusa el cuello del abrigo de Corto Maltés.)

    La tontería (o hazaña si eres un periodista que me quiera entrevistar, pon hazaña) sale por unos cuantos fajos, empezando por poner en punto la moto, que aún le quedan unos detalles, y terminando por los peajes que guían al Círculo Polar. Para que esto no quede en palabras, en tinta electrónica sobre la pantalla de un Kindle, en LEDs iluminados de un MacBook Pro Retina o uno de esos Samsung desechables, me he creado una orden en el banco para reservar en otra cuenta, automáticamente, 60€ al mes. Eso hace, en 3 añitos, 2000 y pico euros. Habría que contar intereses que eso produjera, por supuesto. Y, si queréis colaborar, me lo decís. Además, en caso de que todo este plan se vaya a pique, podré dedicar ese dinero a financiar mis caprichos de runner de manera que acentúe el hecho de rondar la treintena. Espero que haya un club privado y hagan tarjetitas.

    ¿Por qué al Ártico? Empecé a interesarme por Kiruna (Suecia) hace algo más de dos años, sin motivo aparente, hablé con gente que había estado y todos respondían que era una pérdida de tiempo siquiera intentar llegar allí. En verano coincidí con dos suecos empleados de Spotify y les pregunté acerca de lo mismo, aparte de la comparación necesaria entre turismo en España de sol y cerveza en la playa y la poco apetecible idea de dar de comer a renos, tampoco me animaron a ir en ningún momento. «No es tan bonito.» Después, y siguiendo con mi cabezonería, llegó Medem y aunque yo no tenía mucha idea del origen del temazo (en serio) de La Oreja de Van Gogh, marca. Lo sé, una película española y tal, pero, confiad, ésta es buena. A eso hay que sumar que ya ha habido locos con cacharros más modestos que han accedido a la parte más septentrional de Europa. Originalmente planeaba conducir hasta Mongolia, no hay explicación, pero soñé repetidas veces que después de prepararlo y partir, moría. Además de una manera absurda y al poco de salir, recién arrancada la aventura. Retomé mi interés por el frío. Acojona demasiado plantearse realizar el trayecto en invierno aunque cuentes con la postal de la aurora boreal, habrá que coger cariño al sol de medianoche. Pensad en todos los momentos mágicos que regalaré al Instagram del momento.

    Estaréis echando algo en falta, ¿y la chica? ¿De verdad pretendes hacerlo sin compañía? No es algo que tenga decidido, no es algo que tenga siquiera pensado, no es algo de lo que haya hablado con nadie, no es algo que haría si tuviese pareja.

    Visto en: I ride a GS scooter with my hair cut neat.

  • Corredor [of a Dirty Old Man]

    Acaba de comprar un pack ahorro de botellines de cerveza y no sabía qué dice ese gesto al resto del mundo de él. Suponía que era malo, suponía que era igualmente irrelevante lo que nadie pudiera llegar a imaginar, sobre él. «El litro sale bastante más barato, yo qué sé, si fuese suavizante nadie se extrañaría.» La gente que vive sola no debería beber, y la gente que bebe sola no debería vivir. Pero quién es alguien para juzgar. Si es que le sale más barato.

    Hace chistes inaudibles, sobre cómo allí encima de aquél fregadero a rebosar, detrás de las cazuelas que dejó en inquilino anterior, en un agujero, vivía un hobbit. Tararea desvergonzado aquellos primeros pasajes de no sabe qué canción de los Pixies. Y escribe cuatro líneas, dibuja un bigote a la mujer del folleto de publicidad que dejaron en el buzón y habla por teléfono mientras coloca las botellitas y el resto de la compra. No sabía que al final se había llevado también aquél ridículo bote de salsa César. Se tira en la cama boca arriba, pensando a dónde iría aquél vecino. Aquél vecino. El del perro, el del otro lado del pasillo, a la izquierda saliendo del ascensor. Ese que también vive solo, con su perro, pero solo. Ese vecino que no se separa de su jersey rojo, gafas oscuras y un llavero dorado.

    No sabe ni su nombre, ni cuál de esas tres de allí es su puerta. No sabe si trabaja o si algún día trabajó. No sabe ni si el perro es agradable o no. No se puede decir tampoco que el hombre se hubiese interesado por él, diría que ni tampoco por ningún otro vecino. Siempre le acompañaba un rastro extraño de olores nauseabundamente entrelazados, más fácil que fuera un quiste del perro, de esos que no levantan dos palmos del suelo. Es frío. Los vecindarios son fríos. Siempre le fue más cómodo ignorar a quienes vivían a su alrededor, igualmente fueran cálidos y sonrientes asiáticos o impávidos bielorrusos tatuados, como cualquier personaje malo de película de serie B de hace 25 años. Hace 25 años.

    Los de arriba se quieren mucho. Se quieren tres veces al día, al menos. Aunque a ratos incómodo le es inevitable el acordarse de la señorita Poulain en el tejado. Sonreír cuando terminan, cuando se les oye reír y ella a veces llora. Y en la cabeza le aparecen cinco notas, doce acordes y los cipreses del delta. Ya ellos cierran sus vidas, no quieren compartir el resto: los espaguettis fríos, la pila de libros sueltos, el cargador del teléfono en el suelo. Pero, ríe, no cree que en la cabeza del vecino, detrás de las lentes de sol, bajo esa calva y en ese jersey haya habido sentimientos despertados por los golpes del cabecero en la pared de encima. Habría estado aporreando el techo, defendiendo a gritos su silencio, chocando contra sí dos tapas de sendas ollas mientras camina en círculos. O simplemente habría cogido aquél diminuto arnés marrón y habría salido, otra vez más, a la calle, cuesta arriba a ver el mundo desde su jubilada perspectiva mandando correr más al pobre bicho asfixiado.

    Y se pregunta enferma y jocosamente si no sería él el asfixiado, si detrás de cada gélido saludo que comparte con el mundo no se esconde un suspiro de resquemor por una tragedia autoérotica. Un susto, un simple ‘casi’, las orejas del lobo, la vergüenza de imaginarte siendo encontrado muerto, días después, siendo comido por tu mascota inquieta y completamente desnudo. Pensamientos desviados que ayudaban a que él viese al viejo con ojos distintos cada día, siempre que de lejos le llamaba al ascensor y le decía que no esperaría, pero que ha tenido la bondad de pulsar el botón. Aquél hombre que sujeta la puerta entre suspiros de desagrado y farfulla cuando cruzas. Aquél hombre que tal vez un día hubo sido feliz. Entre caricias y almohadones, sábanas de seda. Entre risas de amigos, situaciones inverosímiles que se repetirán a cada nuevo conocido. La piel de gallina cuando el cantante alcanza y mantiene el tono de forma fascinante. La tristeza del llanto seco que produce el cerrar una maleta. La curvatura del tallo de la puta planta que ya nadie cuida. Los platos que estaba fregando cuando sonó el teléfono. El color del otro coche. Las cortinas del hospital. El mensaje en la cinta de la corona.

    Se levanta de la cama para lavarse la cara. Sin muecas. Imaginarse abriendo el cajón sabiendo que no está a la vista el abridor y abrirlo para confirmar que cuesta encontrarlo. Tira dos calcetines sudados a la lavadora y abre, de hecho, una cerveza. Se pregunta si Dostoyevski hubiese escrito algo al respecto, si habría hueco en la crueldad de ‘Crimen y castigo’ para dar un marco a las ojeras de su vecino. Si hubo una princesa. Si para él habrá, si la perderá y decidirá vivir tras unas gafas de sol y dentro del jersey que tejió para él. Si bailará en las azoteas hasta que que el amanecer mire cauteloso los besos. Si es por eso por lo que este puto tipo sube siempre la cuesta cuando sale de casa. A lo mejor, pensaba, a lo mejor el viejo vecino vive amarrado a una colección de discos que ella le regaló. O a lo mejor malgasta la pensión en fideos chinos y dos chavalas que nunca se interesarán en hablar contigo mientras pagues.

    Y él baja la basura con cierta esperanza de encontrarse con el vecino, con la mínima pista que le aclare algo, esforzándose en saber si se ha de ver reflejado en cada paso que da o es mejor que… ¿Qué?

    Visto en: Rel #8.