• Igual

    Igual que cuando llega, como ahora, esa sensación de domingo por la tarde. Igual es porque el asesino del libro de Paul Auster se llama Paul Auster o igual es porque lo único que quise hacer con Dubliners de Joyce fue terminarlo. Igual hacía una década que no escuchaba entero éste LP que suena. Igual es que nunca se me hubiera ocurrido decir que las mangas de Blancanieves eran abollonadas hasta que me lo tuviste que explicar. Igual es que me acaban de poner un Bogart y, la verdad, aún no he sabido bautizarlo. Igual el ‘timing’ de todo esto me está jodiendo la merienda, que es agua. Igual mi arte para lo creepy ya ha llegado a su más alto nivel. Igual es que me has hecho más Geko de lo que me sentía desde hace años. Igual es que mi egoísmo está a igual nivel que la maestría anterior. Igual que los agudos de este tema instrumental. Igual es que no he sabido agradecer que no me cruzaras la cara cuando he pisado las hierbas del jardín en el que nadie me ordenó meterme cuatro veces, cinco, tal vez seis. Igual era la media sonrisa acompañada de un «¡Orozco!» las dos veces que me recogí el pelo. Igual Kit Harington. Igual que el temblor en la mano al saber que su nombre era una flor que estaba… no recuerdo dónde y, él, Manuel. Igual que haber tenido que aprender qué es un geranio. Igual es la paradoja de que hablaras hasta tener sueño y todo ésto venía de una pesadilla. Igual es tu repulsión hacia esa porquería llamada kalimotxo. Igual la cordobesa. Igual que cuando te atreviste a soltar un no sé qué en el hombro y otro tal detrás de la oreja. Igual que cuando miras diciendo «Pues, tío, la has cagado.» y agarras un Tomahawk. Igual era Tailandia. Igual que taparme la cara con el pelo porque me conoces tan bien. Igual por juguetear con un boli y una etiqueta de Mahou. Igual que enredar, pero era otra palabra. Igual es que nunca te puse «Cosas que hacer en Islandia» pero sí hablamos de «Amantes del Círculo Polar», que sólo conocía por Amaia y Xabi, y tal. Igual es que la regla aquella que siempre me dijiste que no tenía sentido nunca tuvo sentido. Igual es una camiseta de Jack Daniels. Igual que debí contestar todo, entonces. Igual que cuando preferiste el Rojo Fuego y yo no tenía favorito, pero confieso que el Amarillo, con Pikachu detrás todo el rato me parecía el más mono. Igual es la escayola o igual es la silicona. Igual fue la croqueta que quedó sola. Igual es el tiempo que hace que no pisas una playa. Igual las viejas de la cola de la estación de buses. Igual tu cara de rechazo cuando te explicaba la sensación de velocidad desde el puño hasta el cuello. Igual la tela que tuvieron que cortar. Igual el semáforo parpadeante indicando preferencia o igual el intermitente que no puso el coche aquél y la sonrisa de la madre aquella. Igual que todo esto te resulta impresentable. Igual lo es. Igual es el reflejo de tu impactante melena. Igual es que te gustó el correo que parafraseaba a Hemingway y continuaba diciendo que nunca me he acercado a «El viejo y el mar» y soy poquito de San Fermines. Igual fue el momento en que dijiste que era una pena que tuviese esto tan abandonado. Igual la sonrisa con la que acompañaste aquella firma, sí, justo, la de ahora. Igual «Lolita» de Nabokov. Igual Lulú. Igual las tortitas en lugar de crêpes. Igual los golpes en el hombro por cada disculpa. Igual era aquello del amor propio y no el otro que dijiste. Igual un huargo. Igual ‘tu’ Sara. Igual es una historia de las que oía Patricia. Igual lo bien que pones todo en su sitio. Igual lo que lo necesitabas. Igual es que no me permito estar interesado si fuera fácil. Igual el vestido de princesa que nunca vestiste. Igual que decir ‘pequeñaja’.

    Visto en: @.

  • El encanto de los guantes para conducir

    Los que me conocéis (ahm, a estas alturas apostareía que todos) sabéis que me acerco al mundo del automovilismo y ‘la moto’ más desde un punto de vista romántico y clásico que meramente funcional: ir de un lugar a otro, es decir, ir de un lugar a otro pero intentando que sea de la manera más lovely que se pueda y tildando de soso de los cojones a cualquier otro que no lo vea así.

    Bien, pues no sólo sigo igual, ahora me han solicitado que vaya un pasito más. Preparando el examen de circulación del carnet A2 (última de las tres pruebas) el profesor se extrañó de que la moto se calase al ir a parar de manera que me pidió que condujera sin guantes o probase con unos más finos a ver si era eso o el propio vehículo. La moto está en el taller por un problema con el embrague y yo salí con una idea que había tenido en la cabeza desde hacía años (probablemente antes de conducir coches) y que inexplicablemente se había quedado oculta en una caja hasta este instante: hacerme con unos guantes para conducir. Sé que suena extravagante pero voy a hacer hincapié en que es algo de lo más natural, más aún si, como decía, tenemos una idea romántica y bobalicona acerca de máquinas de más de una tonelada que mal usadas matan a gente. La cajita que se encuentra frente al copiloto se llama guantera por algo, glovebox.

    Afortunadamente para mi enfermizo ego, tras la película Drive sólo la chaqueta hortera se ha puesto de moda entre los hipsters, pasando desapercibido el detalle preciosista de la conducción de Ryan Gosling con el corte clásico de este tipo de guantes, ese que incluye un agujero justo en el dorso de la mano además de los orificios para los nudillos. Será cosa de Meteoro, que me esforcé en dejarlo grabado en la retina. Y eso que, yo, no soporto llevar guantes. Nunca me ha gustado y no creo que nunca me guste. En invierno, si hace frío, me cruzo de brazos con las manos cerradas muy fuerte o meto las manos y buena parte de la muñeca en los bolsillos tirando hacia abajo del pantalón, pero en una moto no soy tan gilipollas como para no tener miedo de caerme y rozarme hasta sangrar.

    Los guantes de moto, así como toda la ingente cantidad de ropa y accesorios para motoristas es cualquier cosa menos elegante. Es práctica porque está pensada para un fin que cumple bastante bien: abriga y protege, pero sus colores chillones escogidos para mejorar la visibilidad del piloto raras veces resultan apetecibles al ojo, apenas las dos o tres ocasiones que ponen a un famoso a vender algo (Ewan McGregor. Siempre.), que no es reflejo de la realidad. Algo similar sucede con los cascos sólo que, al contrario, la sobriedad y la falta de dibujos y colores absurdos hace que se coticen menos y su precio baje considerablemente siendo idéntico modelo. Gracias.

    Jinba ittai

    Como era de esperar yo ya me he puesto en la búsqueda de unos guantes que me permitan circular en ambos vehículos a sabiendas de que, por mucho que se empeñe el personaje de Ryan, conducir un coche con guantes sólo queda bonito si éste es descapotable. Unos que no resulten muy cantosos mientras circulo, que me protejan la mano en caso de accidente y que no me causen mucho calor. Muy probablemente los ELMA de ciervo. Muy a juego con un casco Ruby y gafas.

    Visto en: Le Mans. Por ejemplo.

  • ¿Cuánto hace que no descubres una web molona?

    Yo mucho, seguro. Tiene una explicación muy sencilla: por un lado que navego a tiro fijo y, por otro, que nosotros ya no creamos webs, creamos servicios. Y, bueno, llega a molestarme bastante. La gente ya no se apasiona igual, supongo. Todos somos unos dejados.

    En mi caso, en casa, la única opción que he escogido para mantenerme al día de más o menos todo se limita a internet. Sin televisión y sin radio o periódicos. Quiero decir, paso mucho tiempo en este medio (que, al mismo tiempo, me permite pagar mis facturillas de chico grande) y echo tremendamente en falta la sorpresa. Mucho. El hecho de que antes abrieras un navegador y tuvieses una página de inicio como Google que te obligase a buscar algo facilitaba que terminases en garitos pixelados de lo más divertidos (o tristes, que podía ser incluso mejor). La visión general de las ocho webs más consultadas está bien para acceder a los cuatro sitios de siempre y, al mismo tiempo, bloquea esa radicalización del deseo de encontrar algo mejor, algo que no esté en tu zona segura de navegación.

    Hablo por mí (naturalmente) y digo que la última vez que encontré una página cuyo contenido me interesase de verdad, de pasar horas en ella y esperar con ganas las siguientes actualizaciones coincide con la última vez que notaba aquello de las mariposas en el estómago y contaba los minutos que habían pasado desde el último beep del móvil. Hay algo muy jodido en mi cabeza.

    La ruptura de la comunidad ha sido, también, clave en este asunto. Pues aunque somos las mismas personas y tenemos la opción de hablarnos de cualquier pijada como en aquél no tan lejano en el tiempo antaño, la comunicación hace tiempo que no la centramos en nada y, bueno, tampoco compartimos nuestros pobres descubrimientos más allá de aplicaciones para móviles de moda durante una semana o tumblrs infinitos sobre temas ya masticados y saboreados hasta dejarlos líquidos e insípidos.

    Las mariposas y el beep mataron el dospuntocerismo.

    Visto en: Un sábado a la noche.

  • Cuando alcanzas y superas a tus héroes

    Sí, aquí viene uno de esos post de hacerse mayor ya tan desfasados, como todo el asunto de blogs personales, pero bueno, es mi cálido reducto. Y hoy ha sido un día agotador en lo laboral pero motivador en lo personal. Me ha dado por lo ultrasano, de repente, he comprado merluza y me la he cenado. He comprado vainas (judías verdes que dicen de Vitoria para abajo) y me he preparado con ellas la comida de mañana. Y hasta he vuelto a correr (las agujetas me harían ganar un concurso de baile-robot). La culpa de esto último la tiene uno de los libros que estoy leyendo ahora por las mañanas, y digo uno no por ir de guay (que eso ya lo deberíais dar por supuesto) sino porque he desarrollado, repentinamente, la habilidad para leer varios libros a la vez, algo que antes ni me hubiera planteado: Uno para el metro, uno para antes de dormir y otro para cuando tenga ratos vacíos que no sepa con qué rellenar y me dé pereza hacer cualquier otra cosa. El de por la noche es un tomo grandísimo, entretenido, curioso y pésimamente traducido al castellano (una auténtica pena), Nueva York de Rutherfurd, que me regalaron hace año y… bueno, ya tocaba. El de los ratos muertos empezó siendo la colección de Corto Maltés (la que venden en cofres) pero ahora mismo es The Language of Mathematics (intenté comenzar Moby Dick, una edición chulísima que compré en la FNAC de Callao [PUTO PIJO (sí, pero está a dos minutos de mi casa)] en la sección de libros guiris y me costó menos de trece pavetes, pero la he dejado para cuando termine Nueva York). Y, finalmente, el que ha dado pie a este post es un librito realmente pequeñajo, ideal para el transporte público, escrito por nuestro amado Murakami, What I talk about when I talk about running (siete eurillos en la misma sección de la misma tienda) y ni idea de la traducción porque el original está en japonés y no conozco casi nada de ese lenguaje, pero podría hacerme aún más el molón y decir que han patinado con tal cosa o han abusado de tal otra. Pero tampoco hay que malasañear tanto, quiero seguir pareciendo adorable.

    Amazon debería pasarme unos céntimos por los enlaces anteriores, ¿verdad? No importa. Murakami habla de sí mismo en una situación concreta: correr. Sus motivaciones, sus aspiraciones a lo largo de las maratones en las que ha participado o la música que prefiere escuchar mientras corre, de cómo cambia la carrera dependiendo del estado de ánimo y otros asuntos personales que han acompañado su vida paralelamente a la escritura y a su afición por las largas distancias y el triatlón. Vamos, el típico libro autobiográfico que le imprimen al típico deportista de élite cuando está a dos telediarios de la retirada, pero expresado desde el punto de vista de un amateur de casi casi sesenta años que empezó a correr a los treinta y pico. Cada dos por tres recurre al tema de las metas personales (constantemente, de hecho) pero tanto de las voluntarias como de las que casi sin darnos cuenta alcanzamos y superamos. Y aquí, buenas noches y bienvenidos, es donde comienza el post.

    Nuestro primer héroe, creo que para todos los tíos (con tíos me refiero a humanos con pilila) es nuestro padre. Después nuestros primos mayores y, finalmente algún profesor. Para las tías no lo tengo tan claro, pero imagino que debe ser similar. Hay gente que endiosamos, que nos quedamos boquiabiertos cuando hacen tal o cual cosa, desde dominar un instrumento (algo que no estoy seguro que sea realmente posible, excepto las castañuelas, en serio, parad con eso), competir en carreras de coches para aficionados (y ganar) o cosas mucho más mundanas como arreglar el molesto ruido de un electrodoméstico, la ventanilla del coche o cualquier otro recuerdo de infancia. Mi padre siempre será mi mayor héroe, no sólo porque me gane al ajedrez, sino porque es mi padre. Ya he comentado en más de una ocasión que tengo auténtica fascinación por mis padres y que, pese a haberlo vivido en primera persona, me parece increíble lo que han hecho y la aparente facilidad con la que nos dan todo a mi hermana y a mí. Héroes los dos, naturalmente. Pero, por lo que sea, llega un momento en el que dejas de fascinarte por las habilidades de la gente, de que tampoco es tan difícil cocinar bien (y sano) de que aquél compañero de instituto tan atlético corría mucho pero que con esfuerzo no ves tan complicado alcanzar sus marcas (de entonces), que rejugando aquella pantalla no resulta tan difícil como la veías de enano, que esa persona que parecía un auténtico fiera en tu primer curro probablemente ahora sea incapaz de comprender realmente cómo funciona tal o cual cosa.

    Todo natural, por supuesto, afortunadamente, a poco que hagas (bien) con tu vida, te pasas el día aprendiendo cosas y absorbiendo información, datos, procedimientos y poniendo lavadoras. Y de repente viene el miedo. Cuando piensas en la gente para la que eres (si la hay) o para la que serás (si la hubiera) un héroe: críos que se fascinan porque marcas desde la línea de tres y les explicas cómo funciona un videojuego de verdad, por ejemplo. Luego vienen las decepciones, cuando ese crío tenga fuerza y sepa colocar la muñeca o comprenda un simple sistema de físicas à la Box2D o similar. Entonces, en ese momento, llegará la decepción. Y será horrible.

    Visto en: Todo aquello de Belle & Sebastian al principio.

  • La gente que se presenta al carnet de moto

    A diferencia del carnet de coche, y feliz año nuevo a vosotros también, que parece una imposición lógica por parte de la sociedad y una fecha a enmarcar en la vida de todos (como tu primer beso, tu boda, tu primer polvo, la muerte de un ser querido, el nacimiento de alguien etc, etcétera, et cÅ“tera, & y otros etceterísmos) el carnet de moto es algo a lo que uno se apunta por capricho, salvando el caso de los aspirantes a maderos que lo hacen para tachar una casilla requerida en una oposición. Esto es jodido de entender en un momento en el que, sobretodo a la gente joven, nos viene mal lo de gastarnos los cuartos: o mi percepción de la realidad me engaña o hace unos 7 o 10 años la cantidad de chavalitos en ciclomotores y motocicletas de plastiquete era mucho, mucho más llamativa, por su vistosidad cutrilla y por su sonido exagerado. Pero sí, capricho. Pues al fin y al cabo hay que seguir dando salida al estocaje de nuevos iPhones y nuevos Galaxies (probablemente ‘Galaxys’) que es el único teléfono que la gente que lo compra decididamente y no por promoción o descarte, lo compra por despecho y aún no consigo que me entre en la cabeza, lo cual es comprensible porque, primero, no te permitirán actualizarlo de manera que su vida útil comienza con una sentencia de muerte y, segundo, los hacen exageradamente grandes.

    Soy un caprichitos y, perdonad que no me haya molestado en buscarlo, pero imagino que todos sabéis que hace exactamente un año me apunté en una autoescuela para sacarme el carnet A2, y tengo miedo de que cuando publique esto el carnet no se llame así. Con todo el ajetreo de mudanza, cambio de vida, prima de riesgo y robots en Marte lo fui dejando durante mucho tiempo. Allí, en Valladolid, aprobé milagrosamente y a la primera el teórico (pues me limité a hacer un puñado de tests la noche anterior) y comencé con las prácticas hasta que empezó a hacer bueno y me vine a Madrid. Después de un jaleo de papeles, cuando dejó de hacer bueno en Madrid conseguí homologar todo (las tasas y el examen, realmente) y apuntarme a la autoescuela que está más cerca de la Mansión Wayne de Provincias según Google Maps. Fui a dos prácticas, me repateaba que tuviese una hora de metro por trayecto para llegar al circuito y me dejé convencer por mi comodidad alegando que ya en noviembre tampoco era plan ponerse a ver si lo sacamos o no, que como capricho que es, prisa no hay ninguna. Me voy dejando de rollos y os planto el tema directamente. Ahora que tengo los ahorrillos para poder gastar en una moto (de segunda mano y apta para ser destrozada con cierta alegría) sin rezar a todo el santoral cristiano y a las deidades hindúes porque no haya ningún movimiento extraño en el curro, me ha dado por volver a pedir prácticas y quitarme de encima este asunto en cuanto pueda).

    Vespa ss180 por mennyj

    Curiosamente, lo que más me pone nervioso del asuntillo es el tipo de gente que va a prácticas de moto conmigo. Y es otra de las diferencias con el tema del coche, nadie está en la obligación de conducir motos (vale, coches, tampoco, pero me entendéis) por lo que la gente que viene a estas historias son personas que realmente quieren estar en estas historias. Y se alejan, por mucho, de la clase de gente con la que a mí me gusta hablar de motos (que es un tema recurrentemente cani, y jode). Encontramos desde críos, seguramente mayores que yo, la verdad, de los de camiseta interior blanca de tirantes y casco propio abierto que, por mucho que me joda, hace mil virguerías con la puta moto y te deja a ti y a tu precaución a la altura del betún. Pensaréis que no pasa nada porque es la clase de persona que termina abriéndose en dos contra un guarda-raíl en cuanto te despistas en la carretera. Y lo peor es que no, para nada, pues, al final, lo que cuenta en el examen aparte de la habilidad en parado es cómo manejas el vehículo cuando vas acojonantemente rápido. Pero acojonante de acojonar, de peligroso (es la parte que peor me sale). Los propios profesores no hacen otra cosa que animar a todas las personas a ‘dar gas’ sin miedo en la parte rápida y a frenar con brusquedad al final del acelerón. Hay que reconocer que estas movidas de ruido y humo repentino son divertimento de manual para «los fitis», pero para mí y para un reducidísimo grupo de personas más no.

    Todo esto es algo que se nota cuando hablas de la moto que te gustaría querer (ya que, a diferencia del coche, de nuevo, no quieres ‘un coche’, sino que aquí ya sueñas con el modelo concreto o incluso el preparador al que le solicitarás tal o cual retoque). Mi concepto del motociclismo se aleja mucho de las carreras de grandes premios, o Grandes Premios, como se escriba, aunque se me escapa una sonrisilla con esa imagen clásica de competiciones que culminan con un podio a pie de pista y un señor sudoroso con gorra y bigote arropado por otros dos cafres que también se han jugado la vida, y que lleva en su cuello una corona de flores. Ya sabéis, aquellas épocas donde la competición en sí era tan peligrosa que nadie se planteaba en absoluto el ridículo daño en comparación que podían hacer las tabacaleras anunciándose. Motociclismo de viajes épicos entre continentes perpetrados por pilotos con una escasísima preparación y un presupuesto nulo que apenas tienen ilusión y una llave inglesa con la que intentar reparar todos los pequeños trances que les surjan. Glamour dentro de la suciedad de la grasa, sin telemetrías ni morirse de ganas de ‘tocar rodilla’ en cada curva. Motociclismo de manta enrollada en el macuto. Puro disfrute a marcha relajada en una compañía reducida al máximo. Y, la verdad, pensaba que en este mundillo (dentro de él) encontraría gente así, interesada por cosas así y no sólo en si Yamaha ha sacado ‘una mil nueva’.

    Cafe Racer por Sam Zhang Photography

    Y como por este pianobar cada vez pasa menos gente, aprovecho para lanzar mis inquietudes al aire, más pronto que tarde, y saber si, ya que estamos y hoy me toca escribir, alguno de los pocos pero exquisitos lectores apoltronados que se dejan ver al fondo se animaría, en el futuro, a una excursioncita similar. Ya me decís.

    Visto en: Este sitio.