• La última meta

    Al lío, ¿por qué trabajamos? Naturalmente, sí, necesitamos el dinero con el que pagar facturas a final de mes y pizza cada dos fines de semana. Pero no me sirve. Quiero más. Está bien, igual el tema económico no es el mejor punto de vista. ¿Para qué nos levantamos cada mañana? No, demasiado general. Supongo que un enfoque más claro sería así: ¿cómo te gustaría gastar el tiempo cuando te jubiles? Dejemos de lado situaciones socieconómicas adversas.

    Cuando era pequeño imaginaba cómo sería mi yo adolescente; de adolescente, mi yo universitario; finalmente, mi yo independizado y llegando a la orilla de los 30 años. Y he de confesar que tal vez ese reflejo que imaginaba de mí me ha servido como modelo me he basado deliberadamente en lo que mi yo del pasado quería que fuese. Algunas cosas sí son así, algunas no tienen nada que ver con lo que tenía en la cabeza en ese momento. Desde entonces, sin embargo, no he pensado más allá. Digamos, más o menos, que ya está todo hecho. Te acomodas en esta situación de trabajo estable y a este ritmo de vida que te permite ver a tus padres cada ciertas semanas, tomarte unas cañas entre semana, asistir a conciertos. La puta vida. Qué más pedir. Eres un maldito privilegiado. Hasta planeas viajes exóticos.

    ¿Y qué? ¿Y después qué? ¿Es así durante el resto del camino? Por supuesto, hay muchísimas cosas entre medias. ¿Familia? Puede ser. ¿Mudanzas? Seguro. ¿Montar de una vez el dichoso grupo? Poco probable, pero ahí está la guitarra enchufada al amplificador. Y tengo un puñado de infames canciones escritas, para cuando me dé el ramalazo DIY. Pero me refiero a después.

    Que, ojo, todo eso está muy bien, es perfecto. Es perfecto, sobretodo, para mí, que, como decía, cuando era un renacuajo tenía una idea bastante acotada de lo que quería ser, al menos en cuanto a vida de oficina. Teniendo un perfil profesional razonablemente definido como tengo ahora, y habiendo estado esto marcado previamente por mí mismo, puedo decir que ha sido cómodo. O, al menos, más cómodo que para todos aquellos que se plantan con 25 años en el sofá de su casa sin saber realmente a qué se quieren dedicar. Menudo vértigo.

    Imagino que es difícil dar con ello, pero todos ansiamos algo que esperamos poder alcanzar al final. Y yo no empecé a pensar en ello hasta hace algo menos de un año. Fue hablando con mi jefe actual sobre su sueño de poder cultivar viñedos para tener su propio vino. Siendo él quien controle y regule todo el proceso (además de apasionado del tema, es ingeniero agrónomo), desde la selección del terreno hasta el corcho que cierra la botella y la pegatina que la envuelve. Ya tiene mirados un par de sitios por ahí. Naturalmente esta meta es, ante todo, un pozo sin fondo económico que los que no bebemos vino no somos capaces de apreciar. (Hablo en plural por no sentirme yo sólo el tonto.)

    Y cuando me lo contó desperté. Pues claro que sí. Como el anciano de Up y el Santo del Ángel. Y, por supuesto, veo a gente encantadísima con su rutina y su única meta es mantenerla, nada de pirámides ni otras obras faraónicas que los recuerden. Algo totalmente válido. Pero, ya sabéis, yo quiero cosas. Quiero un taller mecánico.

    No un taller donde un tío anónimo me venga con una ventanilla que «se queda ahí, ni sube ni baja y se mueve pa’un lao, ¿saes?», me gustaría ser parte de CRD. De hacer cosas que yo quiera hacer, para otros y para mí. Un espacio donde llevar mis vehículos (ignorad el plural) y en los que ponerlos a punto, retocarlos, mimarlos y, por qué no, donde hacer barbacoas e invitar a dos amiguetes para ensayar las cancioncillas que escribí.

    Visto en: Hucha.

  • De lo que hablo cuando hablo de correr

    Sí, calla, lo sé, que sí. Hostias, que sí. De Murakami, sí. Pero a mí no me sirvió. Murakami empezó a correr porque, además de pasarse todo el día sentado, fumaba tres cajetillas de tabaco al día. 60 cigarrillos. Empezó su famoso diario de carreras y terminó disfrutando de la propia experiencia de correr.

    Yo he empezado a correr y lo he abandonado un par de veces en mi vida. Ahora llevo una racha de continuar varios meses seguidos tomándomelo con cierta seriedad (si bien a veces pasan dos o tres semanas sin que me calce las deportivas, no dejo de pensar que debo hacerlo). Y yo, esta vez, no lo empecé a hacer por mera estética sino por salud mental: lo de abrir las ventanas de la cabeza y lanzar desde allí la televisión como si The Who estuviera emborrachándose en un hotel. Se ha dado una casuística que ha ayudado mucho a que pueda ser constante con esta papanatada: el punkipop y una ruta cómoda (un rectángulo de 4, 6, 8 ó 10km de longitud, según me apetezca correr). Esta mañana, siendo sábado, me he despertado antes de las 8 y me he bajado a hincar el diente al de los 10 kilómetros. He marcado un tiempo espantoso, pero tan sólo a mí me importa eso.

    Hay una persona en la oficina a quien veo solamente un día a la semana, el profesor de inglés (startups, tíos, dos horas de conversación y gramática que disfruto como un enano), que me permite, por su forma de ser, tener una cercanía mucho más palpable que con otra gente. Pese a que se note un ligero salto generacional (pues es aproximadamente una década mayor que yo) nos entendemos de maravilla y hemos descubierto tener inquietudes similares; motos clásicas, viajes al sureste asiático y una repulsa muy grande por la educación. Y él, además, sale a correr con mucha frecuencia. Vale, sí, él me pule en cualquier tipo de ejercicio atlético.

    La semana pasada estuve confesándole lo que vengo a explicaros aquí a vosotros: debí haber empezado a correr antes. Él, como cualquier persona, asentía sin mucho asombroso. Hasta que le expliqué qué me ha enseñado lo de hacer el gilipollas en pantalones cortos. Me ha enseñado a esforzarme. Y ahí, sí, sabía perfectamente qué iba a decir a continuación.

    Cuando yo era un niño pequeño, hasta el fin de la E.S.O., aprobaba las asignaturas del cole sin casi ningún esfuerzo. En 4º, último curso, sí que noté que los resultados no eran como en los años anteriores y no di ninguna importancia a ello porque tampoco me alarmaba mucho. Pero llegó Bachiller. Dos cursos horribles, con suspensos y quebraderos de cabeza porque ahora no funcionaba nada de lo que había estado haciendo previamente. La frustración de ser una persona que apenas necesitaba leer de qué iba algo para poder bordar un examen sobre ello a convertirme en una persona simple y llanamente incapaz. Mientras, otros chavales que anteriormente parecían cenutrios y verdaderamente bobos salían adelante manteniendo la compostura. Pensad en todo ese orgullo. Lo que hacía, por no saber qué hacer, fue no hacer nada. Naturalmente yo creía que estaba estudiando más, pero no era, ni por asomo, lo suficiente. Una vez terminada esa pesadilla tuve la suerte de realizar con cierta dignidad gran parte de la carrera. Y pensé que nunca más tendría esa sensación.

    Lógicamente, este peso ha vuelto. Cuando empecé a correr sufrí mucho, mis músculos gritaban y mi cara no sabía expresar otro gesto que no declarase públicamente dolor, pero, por cabezonería, me obligué a continuar un poco más ya que apenas había recorrido unos cientos de metros. Y, por descontado, la segunda mitad de ellos los hice caminando. Correr durante diez minutos seguidos parecía una labor imposible. Fui alternando canciones y calles hasta poder superar esa barrera que, si bien resulta insignificante para mí fue una auténtica hazaña: Me había esforzado. Tal vez, a fin de cuentas, lo de esos kilos de más me hayan salvado la vida.

    Aprendí a esforzarme de verdad por algo, no a autoengañarme creyendo que me esfuerzo. Y esto me ha ayudado muchísimo. Es lo que los chavales que de pequeños apenas podían sumar dos y dos habían aprendido mientras yo me dedicaba a estar por ahí y esperar a que las cosas siguieran fluyendo. Pocas cosas tan peligrosas como la comodidad.
    Sobra decir que ese comportamiento lo he ido arrastrando y aplicando en casi todos los aspectos de mi vida: en lugar de aprender a tocar la guitarra aprendía a defenderme con dos o tres canciones y, cuando creía que era suficiente y que me costaba mucho hacer algo más, lo abandonaba. No quería ver que no era capaz y, por tanto, no lo intentaba.

    El libro de Murakami lo he leído varias veces. No es común que lea algo más de una vez. Hay libros que me han gustado muchísimo que sé que nunca releeré, como el Quijote. De Murakami ya hay dos obras que he releído, si bien este no ha sido por su calidad o por haber movido mi alma a un estado superior, ha sido porque no lo entendí, porque lo leí y salí a correr y no noté nada. Se lo presté a un amigo y todo surgió efecto en él. «Este libro ha sido una puta varita mágica que funciona con todos menos conmigo.», pensaba. Tiempo después, corriendo, lo entendí, no me gusta correr: sudas, duele, el tiempo te puede hacer volver a casa empapado, te adelanta gente a quien odias de inmediato, a los demás se les nota una cuadrícula bien marcada en el vientre…, sin embargo me gusta sentir que mejoro en algo. Y que, naturalmente, ese esfuerzo sí tiene recompensa.

    Visto en: Castellana.

  • 2014 lies down on Broadway

    Recuerdo que me fascinaba escribir. Ay, no sé qué haré con esto con el tiempo. Ha aguantado, arrastrándose, el año natural 2014 (salvo descalabro de todo el tinglado de aquí a dentro de una decena de días). Creo que eso suman unos ocho años. OCHO. PUTOS. AÑOS. La mitad de ellos de deriva, sí, pero eh, ha estado aquí cuando lo he necesitado. Y los tres locos que quedéis ahí, imagino que también.

    Probablemente la gente sensata recuerde este año como el de la vuelta de Genesis que anunciaron en verano. Que ha sido un año movido en muchos aspectos, pera vamos a priorizar: el rock progresivo aquí va delante de cualquier cosa. Y los trajes de Peter Gabriel son referencia para muchas mierdas carnavalescas. Yo, que no soy sensato, recordaré 2014 desde un subjetivo egoísmo. Qué menos, vaya.

    2013 fue, para mí, un año aburrido, pesado, y si hay algo que una persona no puede permitirse es ser pesado. Un año tampoco. No tuvo emoción, ni retos laborales importantes ni Cenicientas a quien probar la talla del pie. Sí tuvo, en cambio, un accidente de moto del que ya ni quiero hablar. Menuda chapuza de año, caray. Quienquiera que lo hubiese diseñado debería pasarse por su respectiva escuela a pedir explicaciones.

    Y partiendo de esa situación anodina comenzó 2014. Y comenzó con una mudanza a un piso de mi misma calle, pero con balcones. Luz. La mudanza, ojo, se realizó aún en 2013, pero no voy a permitir que un tecnicismo me joda una bonita historia. Un cambio, por definición, ya hace que algo sea diferente, y es lo que necesitaba. Como necesitaba aún más también cambié de trabajo. Y, ahora sí, metí la cantidad adecuada de emoción y quebraderos de cabeza que necesitaba. Era finales de marzo, comenzaba la primavera y ya tenía una vida completamente diferente. Qué genial todo, vaya.

    Da rabia decir que, ahora serio, mientras veo a mí alrededor cómo mucha gente está realmente destrozada yo me he divertido mucho este año, he aprendido una barbaridad este año, he crecido mucho este año (y ya tocaba), he salido mucho este año, he perdido peso este año, he vuelto a jugar al baloncesto después de… demasiados años: algún curso de la E.S.O., he perdido peso y he sido capaz de correr 8km en unos 40 minutos cosa que no imaginaba que ningún año consiguiese hacer. Este año he conocido gente que realmente ha aportado valor a mi vida. Este año he estado con chicas estupendas que se han olvidado de mí antes de lo que me hubiera gustado y he estado con chicas horribles que, bueno, ¡hola!
    Este año he escuchado discos que no había saboreado por estúpido con anterioridad. 2014 lo recordaré siempre como el año en el que pisé California, el año en el que tuve una reunión con ingenieros de Google y la NASA. El año en el que hice un videojuego en un fin de semana. El año en el que volví a pedir un Fitzgerald en un bar. Este ha sido el año en el que por fin le he pillado el punto a cocinar lentejas. 2014 sin hummus no tiene sentido para mí. El año en el que me hubiera encantado viajar más. El año en el que volví a intentar leer Moby Dick con espantoso resultado. El año en el que he puesto cebolla caramelizada y pimienta a cada ensalada.

    2014 me ha gustado. ElGekoNegro que fantaseaba con su futuro debería decirle a quien sea que lleve el timón ahora que ha llegado a un puerto donde merece la pena atracar la nave. Y que gracias. Feliz año, feliz Navidad, disfrutad. Coño. Y, si tenéis hora y media suelta, pues ya sabéis dónde está el cordero.

    Visto en: 2014.

  • Aprender a disfrutar de la comida, o, bueno, algo de eso de ñam, umm, qué rico

    De pequeño siempre miraba con cierta suspicacia a la gente que está en un bar o en un restaurante comiendo sin compañía. Algunos parecían clientes habituales por el trato que tenían con el camarero, otros se veía que habían entrado a comer ahí porque llevaban prisa. Posteriormente con la democratización del teléfono móvil y el ordenador portátil (luego iPads y demás cacharros) esta gente aprovechaba su tiempo de la comida para trabajar, leer prensa, pasar de una foto a otro de Facebook anodinamente o caer en uno de esos titulares que desde hace unas semanas parecen llamarse ‘clickbait’, antes, simplemente, listas chorras. Lo más excéntrico para mí, aunque ahora me resulte cotidiano, es la imagen de hombre trajeados o mujeres con vestidos que hablan a través de unos auriculares en una mesa para uno.

    Así, lo de ver gente alimentándose sin hacer absolutamente nada más fue un cuadro que desaparecía paulatinamente del museo de la calle. A mí me da vergüenza ir a cualquier sitio social sin compañía, sea a comer, sea a un concierto, cine o a un partido de cualquier deporte. De forma que las cuatro veces que he ido a comer me he acompañado de un libro por la imagen que quiero vender de mí y por la inmediata evasión que proporciona, nada que no se consiga con un teléfono actual, por cierto.

    A base de vivir solo y cocinar para mí me he dado cuenta de que he estado haciendo el tonto: No encuentro muchos placeres mejores al de comer y no hacer absolutamente nada más. En el puro sentido de disfruto, en los últimos meses me he esforzado en mejorar mi dieta y en cocinar los platos mejor, consultando recetas diferentes para el mismo producto, intentando descifrar porqué motivo me conviene realmente comer tal o cual cosa (por supuesto, el brócoli sigue vetado en mi alimentación, mi vida y, si tuviese la opción, de la naturaleza). Naturalmente, idiota de mí, cuando como en casa suelo comer viendo alguna serie que no me exija mucha atención ni se haga eterna, el equivalente a poner Los Simpson cuando comes en casa de tus padres. Por otro lado, si como en la oficina como con compañeros, de manera que mantienes siempre una conversación que te distrae de lo realmente importante: el paladar.

    Es demasiado arisco y extraño que, en un grupo de gente que queda para comer, uno de ellos demuestre su egoísmo incomprendido centrándose en lo buena que está la comida. Sí que hay una persona de mi círculo cercano que tiene un punto de vista idéntico en cuanto al placer de comer, menos mal. También hay, por supuesto, gentuza que muestra descaradamente su poco amor por la vida y el disfrute.

    El proceso, por lo que he visto en la única cata de vino en la que he participado, es bastante similar a la degustación de esta bebida (que, lo siento, no me gusta, pero me atrae enormemente toda la ingeniería que rodea el proceso de fabricación). Requiere un poco de concentración, mínima, de verdad, y ¡boom! Ahí están los sabores.

    ratatouille

    El último ejemplo lo he vivido en esta misma mañana, que al ser domingo toca desayunar. Ha sido algo tan simple como un Cola Cao y unas tostadas con mantequilla (aquí me la ha sudado lo sano, pero es que el séptimo día descansó, y tal). Sin ojear revistas, sin forzar el scroll de Twitter y sin curiosear desde el balcón la vida de los viandantes. Hacía tiempo que un Cola Cao nunca me hacía disfrutar así.

    Es una de las cosas más agradecidas que podemos hacer con nuestro cuerpo, y a poco que aprendamos a cocinar, también de las más baratas (siendo otra, por ejemplo, ducharse sin prisa ¡y que tardes lo mismo! o que te apetezca pasear 8km). A esto falta sumar el gozo que produce que otra persona alabe lo que cocinas, pedirle que se concentre en lo que se lleva a la boca (no penséis en penes, hacedme el favor) y que también esa persona se lleve un buen rato aprendiendo a disfrutar de la comida sin ninguna puta distracción. Hacedlo si no lo hacéis, os cambiará la mentalidad por un ratito.

    Visto en: Sé que Ratatouille no es la mejor película de Pixar, pero sí mi favorita.

  • Yo vi jugar a la Real en Turista

    Para cuando haya terminado de escribir esto la Liga (formal y pedantemente LFP BBVA) habrá dado comienzo y alguno de sus partidos, como el primer Eibar – Real Sociedad en esta categoría, ya tendrán asignados un 1, un 2 o una X en la Quiniela [añado, ha sido un 1, cagonsós.].

    Desde el miércoles pasado hasta ahora mismo (más uno que añadiré esta noche y donde probablemente siga escribiendo este post que no sé si llegará a salir del iPad) no habré parado de coger trenes de diferentes tipos. Metros, AVE (una de esas maravillas españolas que se mantiene de puta coña gestionada por uno de esos desastres españoles), tren nocturno [añado, en cuya litera no quepo ni sentado ni tumbado.] en el que espero encontrar a una chica francesa que se dirige a Viena para protagonizar una trilogía y hasta un TGV de dos pisos que no ha resultado estar muy bien pensado para los que medimos más de 1’85m. Toda una aventura romántica para los que almacenamos libros de Jack London y cenamos pizza en su plaza frente al puerto de Oakland. No me miréis así, cutres, que para algo viaja la gente. Hay que lucirlo.

    ¡Ay! Bonita y relativamente económica [añado, el «restaurante» del tren nocturno es más barato que el de un cine, las terrazas de la Plaza de San Ildefonso o cualquier pub chic, pero más caro que la taberna de tu vecino, ‘El Bar Ato’.] forma de mover mi culo de Madrid a Barcelona, a Figueras (o Figueres, cualquiera que fuere el bueno y el formal o el correcto en cualquier idioma) y vuelta a Barcelona y vuelta a Madrid. Además, con el tren te ahorras la violencia aeroportuaria y las tarifas de entrada y salida de estos centros de internamiento tan modernamente diseñados.

    En AVE viajaba en Turista. En el TGV viajaba en Classe 2. En el nocturno no hay opciones [añado, ni enchufes ni mucho menos wifi.]. Ahora empieza la miga sobre la que ya has pensado más de una vez. Recuerdo bien de crío que a primera clase se le llamaba Primera y a segunda clase se le llamaba Segunda. Sin ningún tipo de alboroto social. ¿Quieres más? Paga más. Vivir en Beverly Hills lo imagino mucho más caro que en una zona deprimida de Los Ángeles (lo que nosotros llamaríamos sin mucho problema un barrio de gitanos). Afortunadamente la diferencia entre viajar (en tren) en una categoría o en otra no es comparable a la diferencia entre una mansión con piscina escalonada, climatizada y con focos y una chabola de un poblado, pero es que tampoco se puede comparar con un piso medio donde escuchas a tus vecinos y tienes turnos para limpiar la escalera por muy luminoso y bien situado que sea.
    La cosa cambia mucho en viajes en avión (¡y hasta en autobús!) donde más allá de darte unos cacahuetes y un periódico se te permite fantasear con entrar en el Mile High Club con alguna que otra garantía. (Estoy patinando mucho pero es que nunca he vivido lo que pasa detrás de las cortinas de cabina una vez se despega.)

    ¿Por qué este eufemismo? ¿Por qué Turista y por qué Business? ¿Por qué los turistas no pueden viajar en Primera y por qué los que van a hacer negocios (porque parece que el turismo aquí no es uno) no pueden viajar en Segunda si seguimos esa semántica estricta? ¿Qué mierda es esa? Si no tenemos problema en definir Primera y Segunda aunque lo maquillemos en los contratos como BBVA y Adelante (trauma que, ojo, sí tienen en Inglaterra con Premier y Championship), si hemos venido a pasárnoslo bien, si los franceses pasan de la corrección política y te ponen Classe 2 en su alta velocidad, ¿a qué jugamos nosotros?

    Jope. Parece mentira que haya podido escribir tantas líneas sobre un comentario de cola de puerta de embarque. ¿No es maravilloso? Pues mandad besos a Jaume PALITO [añado, de este vagón Linklater no saca ni un cortometraje.]. Buenas noches.

    Visto en: Litera 81.