Acaba de comprar un pack ahorro de botellines de cerveza y no sabÃa qué dice ese gesto al resto del mundo de él. SuponÃa que era malo, suponÃa que era igualmente irrelevante lo que nadie pudiera llegar a imaginar, sobre él. «El litro sale bastante más barato, yo qué sé, si fuese suavizante nadie se extrañarÃa.» La gente que vive sola no deberÃa beber, y la gente que bebe sola no deberÃa vivir. Pero quién es alguien para juzgar. Si es que le sale más barato.
Hace chistes inaudibles, sobre cómo allà encima de aquél fregadero a rebosar, detrás de las cazuelas que dejó en inquilino anterior, en un agujero, vivÃa un hobbit. Tararea desvergonzado aquellos primeros pasajes de no sabe qué canción de los Pixies. Y escribe cuatro lÃneas, dibuja un bigote a la mujer del folleto de publicidad que dejaron en el buzón y habla por teléfono mientras coloca las botellitas y el resto de la compra. No sabÃa que al final se habÃa llevado también aquél ridÃculo bote de salsa César. Se tira en la cama boca arriba, pensando a dónde irÃa aquél vecino. Aquél vecino. El del perro, el del otro lado del pasillo, a la izquierda saliendo del ascensor. Ese que también vive solo, con su perro, pero solo. Ese vecino que no se separa de su jersey rojo, gafas oscuras y un llavero dorado.
No sabe ni su nombre, ni cuál de esas tres de allà es su puerta. No sabe si trabaja o si algún dÃa trabajó. No sabe ni si el perro es agradable o no. No se puede decir tampoco que el hombre se hubiese interesado por él, dirÃa que ni tampoco por ningún otro vecino. Siempre le acompañaba un rastro extraño de olores nauseabundamente entrelazados, más fácil que fuera un quiste del perro, de esos que no levantan dos palmos del suelo. Es frÃo. Los vecindarios son frÃos. Siempre le fue más cómodo ignorar a quienes vivÃan a su alrededor, igualmente fueran cálidos y sonrientes asiáticos o impávidos bielorrusos tatuados, como cualquier personaje malo de pelÃcula de serie B de hace 25 años. Hace 25 años.
Los de arriba se quieren mucho. Se quieren tres veces al dÃa, al menos. Aunque a ratos incómodo le es inevitable el acordarse de la señorita Poulain en el tejado. SonreÃr cuando terminan, cuando se les oye reÃr y ella a veces llora. Y en la cabeza le aparecen cinco notas, doce acordes y los cipreses del delta. Ya ellos cierran sus vidas, no quieren compartir el resto: los espaguettis frÃos, la pila de libros sueltos, el cargador del teléfono en el suelo. Pero, rÃe, no cree que en la cabeza del vecino, detrás de las lentes de sol, bajo esa calva y en ese jersey haya habido sentimientos despertados por los golpes del cabecero en la pared de encima. HabrÃa estado aporreando el techo, defendiendo a gritos su silencio, chocando contra sà dos tapas de sendas ollas mientras camina en cÃrculos. O simplemente habrÃa cogido aquél diminuto arnés marrón y habrÃa salido, otra vez más, a la calle, cuesta arriba a ver el mundo desde su jubilada perspectiva mandando correr más al pobre bicho asfixiado.
Y se pregunta enferma y jocosamente si no serÃa él el asfixiado, si detrás de cada gélido saludo que comparte con el mundo no se esconde un suspiro de resquemor por una tragedia autoérotica. Un susto, un simple ‘casi’, las orejas del lobo, la vergüenza de imaginarte siendo encontrado muerto, dÃas después, siendo comido por tu mascota inquieta y completamente desnudo. Pensamientos desviados que ayudaban a que él viese al viejo con ojos distintos cada dÃa, siempre que de lejos le llamaba al ascensor y le decÃa que no esperarÃa, pero que ha tenido la bondad de pulsar el botón. Aquél hombre que sujeta la puerta entre suspiros de desagrado y farfulla cuando cruzas. Aquél hombre que tal vez un dÃa hubo sido feliz. Entre caricias y almohadones, sábanas de seda. Entre risas de amigos, situaciones inverosÃmiles que se repetirán a cada nuevo conocido. La piel de gallina cuando el cantante alcanza y mantiene el tono de forma fascinante. La tristeza del llanto seco que produce el cerrar una maleta. La curvatura del tallo de la puta planta que ya nadie cuida. Los platos que estaba fregando cuando sonó el teléfono. El color del otro coche. Las cortinas del hospital. El mensaje en la cinta de la corona.
Se levanta de la cama para lavarse la cara. Sin muecas. Imaginarse abriendo el cajón sabiendo que no está a la vista el abridor y abrirlo para confirmar que cuesta encontrarlo. Tira dos calcetines sudados a la lavadora y abre, de hecho, una cerveza. Se pregunta si Dostoyevski hubiese escrito algo al respecto, si habrÃa hueco en la crueldad de ‘Crimen y castigo’ para dar un marco a las ojeras de su vecino. Si hubo una princesa. Si para él habrá, si la perderá y decidirá vivir tras unas gafas de sol y dentro del jersey que tejió para él. Si bailará en las azoteas hasta que que el amanecer mire cauteloso los besos. Si es por eso por lo que este puto tipo sube siempre la cuesta cuando sale de casa. A lo mejor, pensaba, a lo mejor el viejo vecino vive amarrado a una colección de discos que ella le regaló. O a lo mejor malgasta la pensión en fideos chinos y dos chavalas que nunca se interesarán en hablar contigo mientras pagues.
Y él baja la basura con cierta esperanza de encontrarse con el vecino, con la mÃnima pista que le aclare algo, esforzándose en saber si se ha de ver reflejado en cada paso que da o es mejor que… ¿Qué?
Visto en: Rel #8.
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